¿Repoblar o rehabitar las ruralidades?

Pere López Sánchez

De un tiempo a esta parte, en el terreno de la palabrería hueca, va ganando terreno el propósito de repoblar el mundo rural, y más cuando desde los rincones olvidados y abandonados se empiezan a alzar voces reivindicativas. Se habla de la España Vacía, vaciada. En plan pomposo, el gobierno del estado dedica un ministerio al reto demográfico, acompasado con la transición ecológica, para rellenar ese vacío que es el resultado del abandono auspiciado por todo tipo de políticas y negocios lucrativos de los mandamases desde hace muchas décadas, quizás secular. Al mismo tiempo, algunos colectivos ya llevan años volviendo a poner los pies en la tierra como práctica colectiva: han sido experiencias truncadas y amenazadas, precisamente por los que desde el ejercicio del poder (estatal, autonómico, municipal, y de todos los colores) ahora empiezan a llenarse la boca de buenas intenciones.

En el recuerdo, entre otras experiencias de vida comunitaria, quedan Sasé, Can Piella, Fraguas…, también Kan Pasqual y Can Masdeu que perduran en Collserola. Paradojas de la proclamada repoblación a base de escarmientos y más expulsiones. Tesón, también, para seguir agitando las ruralidades, que son diversas y no todas se pliegan a la dirección única que dicen querer desplegar (o implementar en la neolengua) en 130 medidas, que colmarían un “Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia”, para garantizar la incorporación de los pequeños municipios en una recuperación verde, digital, con perspectiva de género, e inclusiva. Así anda, pues, el mundo rural: acosado por unas dinámicas depredadoras que achican, aún más, cualquier posibilidad de la revuelta al campo, del campo.

La doble pandemia, la sanitaria de la Covid-19, pero también y sobre todo la estructural del capitalismo, han disparado este interés ahora acrecentado por el mundo rural. Más que nunca cada pedazo de tierra debe sucumbir a la mercantilización, previa privatización y asistencia estatal; proceso que se asociaría al impulso del capitalismo asistido que acarrea la defenestración del estado del bienestar. Los propietarios contentos, ya que lo que no dejen caer al suelo convirtiéndolo en ruinas podrá ser vendido o alquilado a un precio de mercado al alza y especulativo, y las inmobiliarias al acecho: llenamos ahora de profesionales los rincones más o menos bucólicos (la dicha transición ecológica) y les hacemos llegar la fibra óptica (la venerada revolución digital, si bien con sus grietas) para el bienvenido teletrabajo de algunos, que otros, más precarios, ya les harán faenas para reconvertir pastos en jardines y encargarse del mantenimiento de la «nueva vivienda» y de tantas tareas como sea necesario.

Rehabilitación de un tejado en Fraguas, Guadalajara

Todo apunta a que la periferia rural, alejada del núcleo metropolitano, va camino de convertirse, a todos los efectos, en una especie de extrarradio como barrio dormitorio de una cierta élite, con la casita y el huerto (o, más bien, el jardín) al alcance de pocos, bien conjugado con la aceleración y proliferación de segundas residencias y sus complejos resorts, además de la incentivación estacional del turismo rural y sus rutas verdes.

Tampoco cabe desdeñar, ni mucho menos, el alza de adquisiciones especulativas de fincas rústicas para fines no agrarios; considerando que entre sus compradores destaca esa figura del inversor extranjero, o los denominados fondos de inversión o buitres. Entre sus secuelas sobresale la degradación o pulverización del patrimonio rural, tanto de sus casas o edificaciones levantadas desde la arquitectura vernácula, como de las infraestructuras o equipamientos populares laborados antaño en común (fueran canalizaciones, caminos, bancales, etc.).

Y es que estamos aquí: un proceso de urbanización capitalista todavía más agudizado que procura «inyectar» riqueza en sus centros (las metrópolis) mientras «eyecta» pobreza en sus periferias, o las devora cautivas con sus tentáculos, a la par que acota y reserva reductos para el privilegio. Lo que denominan ordenación territorial, o territorio y sostenibilidad, no deja de ser un desbarajuste o más bien una aplicación de las lógicas territoriales del mundo y de la civilización capitalista, pues detrás de toda articulación territorial hay razones sociales: la de los desequilibrios territoriales y la acentuación y cronificación de las desigualdades sociales. Tan sencillo como entender que no hay desarrollo de algunas áreas sin subdesarrollo (expoliación) de otras, ni Nortes sin Sures, ni centros sin periferias. Para el caso, la neoruralización en boga, con sus segregaciones, dispara las dualidades, conformando un mapa donde se solapan, pero sin tocarse ni confundirse, las zonas de sacrificio con las áreas del privilegio.

Fruto de ese desarrollo geográfico desigual, la dualidad campo/ciudad, mundo rural/mundo urbano se ha desvanecido, puesto que el proceso de urbanización capitalista ha devorado y colonizado todo el territorio, convirtiendo todo rincón no-urbano en periurbano para sus servidumbres. Asistimos a la devastación y expoliación —sin freno— del campo y de los territorios de montaña, ya que, al mundo rural, aunque cierta propaganda lo pretenda vender como «territorio amable, resort de salud», le caen encima todas las infraestructuras que demandan las metrópolis: desde MATs a prisiones, vertederos, centrales nucleares, macrogranjas, polígonos (y ahora incluso revestidos de “energía renovable”), circuitos de carreras, parques temáticos, cotos de caza elitistas, el negocio del oro blanco –el esquí-, y todo lo que conlleva la industria del entretenimiento de masas, y a su estela la necrourbanización, la artificialización de las afueras y la naturaleza como fábrica-empresa. El corolario es que tenemos más fincas en manos de cada vez menos personas (muchas de ellas que no trabajan la tierra pero que extraen muchos beneficios), una expansiva agroindustria -nociva y asistida por la PAC- y una industria del entretenimiento que explota el verde (de los prados), el blanco (de la nieve) y el azul (de ríos y mares).

Si se avistara una mínima una frenada del despoblamiento en el ámbito rural, seguro que desde las instituciones se hablaría de revitalización, de reequilibrio o de cohesión territorial. Si bien obviarían que, con las dinámicas impulsadas, la desagrarización no dejará de agudizarse: todavía menos población activa en el sector primario con unos salarios y rentas bajo mínimos, y más beneficiarios de sofá de las subvenciones de la PAC, más fuerza de trabajo migrante precarizada, movilizada e hiperexplotada, más pérdida de la superficie agraria útil (e incremento de las áreas boscosas descuidadas y lo forestal triturado como fábrica a cielo abierto maderera), más acaparamiento entre pocos de las tierras, más “masías” y casas en ruinas y más escasez de alquileres, más caros y con la expulsión de “masoveros”; más agroindustria petrolera y química controlada por las grandes multinacionales agroalimentarias distribuidoras, más residuos tóxicos en la tierra y eutrofización de las aguas, ese oro azul cada vez más escaso. En fin, un incremento desmesurado del extractivismo sin límites, que como contrapartida arrastra una creciente e irreversible pérdida de la fertilidad de la tierra. Con todo ello, menos, mucha menos, vida y cultura rural arraigada en la tierra; si acaso, de sus restos se exhibirá y expenderá su folklorización o museificación en verde. Y mucha más urbanización capitalista con sus urbanidades, y omnipresencia del Estado con el ahogo de sus normativas y el clientelismo servil de sus subsidios o subvenciones.

Vemos, por tanto, que no basta la repoblación como divisa de negocios; esto, más bien, representaría la agonía definitiva del campo, la última depredación tanto de su hábitat como de sus habitantes por parte del tsunami urbanizador. Si compartimos que no hay paisaje sin paisanaje, lo que se precisa es una re-ruralización del campo, del mundo rural. Y esto implica rehabitar la tierra, por gente que quiera vivir en la tierra y de la tierra. Y no de cualquier manera, sino aplicando y compartiendo unas mínimas premisas: esmerada custodia integral del territorio, a la vez que se practica y propaga la agroecología (o la agricultura tradicional o campesina no acorde al marcapasos de la revolución verde). En definitiva, preservar y recrear lo comunal, la cultura de los bienes comunes.

Y es ahí, en esa onda, donde ciertas culturas prácticas se prodigan en mostrar que no todo es necrópolis ni tampoco todo el verde es campo para el negocio. También, con mucho empeño y batallas sordas, es campo abierto para esparcir utopías concretas, utopías en acción, donde una miríada de experiencias -con más o menos duración, más alegrías o más frustraciones, encuentros o desacuerdos, aislamientos o coordinaciones- van recreando un mundo rural vivo y para vivir. Aquí, allá y más allá se esparcen prácticas apegadas a los lugares, a la tierra, que a su modo se decantan por desmercantilizar, desestatalizar, desurbanizar sus vidas; en singular y en común.

Y todo andando, a trancas y barrancas, salpicados de interrogantes compartidos: ¿podemos conjugar una relativa desconexión y a la vez sostener la (difícil) confrontación con el Mercado y el Estado? ¿Podemos cuidar los lugares que habitamos? ¿Podemos recuperar la ruralidad como manera de vivir desde la autonomía? Y, a la vez, esos avances y tropiezos, se acompañan de algunas certezas inciertas que insisten en procurar no dejarse seducir por esos cantos de sirena que vuelven a arrastrarnos por senderos o atajos que conducen a las casillas del capitalismo, ahora para algunos barnizados de humano y verde.

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