Thiago Lemos Silva
El día 24 de julio del año 2021, a las 15 horas, miembros del colectivo Revolução Periférica prendieron fuego a la estatua de Borba Gato, monumento que homenajea al líder bandeirante[1] (1649-1718) que se distinguió en su época por dirigir expediciones cuyo propósito era la colonización del interior de Brasil bajo las órdenes de la Corona portuguesa.
Durante los cincuenta minutos en los que las llamas consumieron el monumento, situado en la ciudad de São Paulo, las redes sociales se vieron inundadas por una serie de tweets, posts y stories llamando la atención sobre una parte de la historia que, como norma, desagradan a las élites nacionales de Brasil. Tales publicaciones destacaban la participación del líder abanderado en actividades como el robo de metales preciosos, el genocidio de las poblaciones originarias, la esclavización de personas negras y el tráfico de mujeres indígenas.[2]

Acciones como la que tuvo lugar en la capital paulista hace más de dos años no son una novedad. Hemos visto situaciones similares en Charlottesville (Estados Unidos) en 2017 con ocasión de la retirada de la estatua del general confederado Robert King, que iba a ser enviada a un museo; en Santiago (Chile), con respecto a la destrucción de la Iglesia de la Asunción durante las revueltas sociales de 2020; en Bristol (Inglaterra) en ese mismo año, en torno al lanzamiento de la estatua de Edward Colston, traficante de personas esclavizadas, a las aguas del principal río de la ciudad… Si continuáramos, la lista sería infinita…
Lo que todas esas acciones nos muestran es que las cicatrices dejadas por la experiencia colonial está lejos de ser un capítulo superado en la historia de las ex-metrópolis y de las ex-colonias. Las desigualdades de clase, raza, género, región y tantas otras son perceptibles a la observación cuando analizamos la cotidianidad de la explotación y la opresión de las personas subalternas, ya se encontraran en los países “desarrollados” o en los países “en desarrollo”, como nos sugiere el vocabulario “bien educado” del mundo neoliberal.
Ante este escenario, nos gustaría realizar algunas preguntas sobre el papel de la memoria. Se pueden formular de la siguiente manera: ¿cómo contribuye la memoria a la legitimación de ese pasado en nuestro presente? Destruir la memoria dominante, ¿equivale a la destrucción de la memoria en sí misma? ¿Cómo nos podemos valer de la memoria de manera que nos ayude a construir una mirada más crítica y reflexiva sobre nuestro lugar en la historia? Responder a estas preguntas, o mejor, formularlas, es la forma que he encontrado para aportar mi grano de arena al inmenso océano que esta cuestión parece encerrar.
Como se sabe, la memoria es la capacidad del ser humano para actualizar el pasado en el presente, permitiendo que las generaciones actuales accedan a los saberes, las técnicas, los comportamientos y las sensibilidades construidos por las generaciones pasadas. Dentro de las múltiples manifestaciones —materiales y simbólicas— de la memoria está el monumento, que es todo artefacto intencionalmente creado por el ser humano. Un monumento puede ser una placa, una tumba, una pira, un libro. Pero, en su forma tradicional, tradicionalmente es una estatua. Su función es servir como recordatorio, advirtiéndonos de dónde venimos, de quiénes somos o de hacia dónde vamos. Posee, en suma, una “función de identificación”, como escribe Françoise Choay.[3]
Me gustaría, precisamente, detenerme en esta función de identificación del monumento, subrayando la dimensión política que lo envuelve. El monumento no existe en el vacío, sino en un conjunto de relaciones de poder. En ese sentido, un artefacto que nos recuerda algo o a alguien se convierte en un dispositivo ideológico que las clases dominantes utilizan para legitimar su narrativa histórica, en detrimento de la narrativa histórica de las clases dominadas.

No por casualidad, la actualización del pasado en el presente que evocan los monumentos tiende a exaltar una parte de la historia que ignora los conflictos, potencia las armonías y presenta a todos los individuos persiguiendo un mismo proyecto. “Luchadores de la unión de todo el pueblo”; “Conquistadores responsables de la carrera civilizatoria”; “Patriotas desinteresados que construyeron el país” son apenas algunos de los muchos lugares comunes que emergen aquí y allá en los libros de historia, en los reportajes periodísticos o en conversaciones pretendidamente desinteresadas cuando el asunto que se trata son las acciones de los líderes bandeirantes en su avance hacia el interior “salvaje” de Brasil.
La fuerza de esa narrativa histórica se observa cuando la memoria dominante es atacada, como ocurrió con motivo del incendio de la estatua de Borba Gato en 2021. En tales ocasiones, un número significativo de personas —incluso de la propia izquierda— se apresura a emitir condenas. En estas personas —no sabemos si por ignorancia, mala fe o una mezcla de ambas cosas—, la identificación con la clase dominante ha sido naturalizada e interiorizada hasta tal punto que la memoria dominante se ha convertido en sinónimo de la propia memoria.
En su reacción, tales personas —que se consideran especialistas en historia, a pesar de que nunca se acercaran a un curso en la materia— ignoran un hecho básico: los monumentos no son registros espontáneos que surgen del pasado. En la mayor parte de los casos, se construyen en el presente que lo sucede, como un intento de mitificar la historia según la versión que les conviene. El ejemplo de la estatua de Borba Gato es paradigmático en este sentido. El líder bandeirante vivió entre los siglos XVII y XVIII y la estatua que se erigió en su homenaje se levantó tres siglos después, esto es, en 1963. En definitiva, es mucho más una expresión de cómo la sociedad brasileña actual se preocupa por la construcción de una memoria que celebra los hechos (criminales) de Borba Gato que un registro histórico de los hechos (repito, criminales) que protagonizó Borba Gato.
Por eso, causa extrañeza que también el argumento de que la destrucción de la memoria —dominante, hágase hincapié— conlleve automáticamente la destrucción de la historia —en todo caso, solo si se tratara de la dominante, ¿no?—. Destruir (guardar, sustituir, o resignificar) los monumentos —que también son documentos que historifican el legado colonial— no es silenciar el pasado, sino, más bien, intentar percibirlo por otras vías. ¿O será que la historia solo se puede escribir, analizar y contar con un enfoque desde arriba, donde apenas los “grandes hombres” tienen la entrada asegurada?
Una lectura a contrapelo de esa narrativa histórica introducida por la memoria dominante nos conduce a Walter Benjamin, que se ocupó de esta cuestión ya en las primeras décadas del siglo pasado. En sus Tesis sobre el Concepto de Historia, el filósofo nos advierte que la función de identificación de los monumentos beneficia directamente a los dominantes, tanto a los de hoy como a los de ayer. A este respecto, escribió:
“Y quienes dominan en cada caso son los herederos de todos aquellos que vencieron alguna vez. La empatía con el vencedor resulta en cada caso favorable para el dominador del momento. El materialista histórico tiene suficiente con esto. Todos aquellos que se hicieron con la victoria participan del cortejo triunfal de los dominadores de hoy, que avanza por encima de aquellos que hoy yacen en el suelo”[4].
En ese sentido, la pretendida universalidad de monumentos como el de Borba Gato solo se sustenta a partir de una operación ideológica que presenta los intereses de los dominantes como si fueran los intereses de los dominados; en suma, de toda la sociedad. De ahí el horror que despiertan aquellas personas comprometidas con la historia de los vencidos. Saben, algunos por intuición, otros por estudio, que:
“Nunca un [monumento] de la cultura es tal sin ser a la vez un [monumento] de la barbarie. Y así como este no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de la transmisión a través del cual los unos lo heredan de los otros”.[5]
Esa sabiduría, de la que nos habla Benjamin, reaparece cada vez que las clases dominadas emergen en el espacio público para cuestionar los monumentos que reafirman la memoria dominante. Cada estatua incendiada, cada busto decapitado, cada placa del callejero destruida, cada muro grafiteado, cada performance pública realizada nos fuerza a entrar en contacto con otros “mundos” cuya destrucción fue una condición indispensable para que se construyera el “mundo” que conocemos. Este contacto lo sintetizó en una imagen poderosa Élida Abreu, militante del Movimiento Negro Unificado en la ciudad de Patos de Minas. En un post en su perfil en una red social, nos recordó que:
“En las religiones de matrices africanas el fuego significa transformación, cambio, renovación. Yo, en particular, estoy a favor de las protestas pacíficas, pero es lo que hay: las notas de repudio ya no nos convencen. Cada rincón de este país recuerda los azotes sufridos por los negros. Somos el 54% de la población, y siempre digo que queremos reparación y no venganza. ¡Borba Gato arde! 54%… ¿Has pensado en la cantidad de “fuego”?[6]
Incitado por esa imagen sugerente, pongo fin a este texto deseando que esas llamas, que proponen incendiar el viejo mundo, sean las mismas que críen un mundo nuevo que todos y todas llevamos en nuestras mentes y en nuestros corazones.
[1] Los bandeirantes eran miembros de las bandeiras, esto es, de compañías de exploradores que se organizaron en São Paulo entre los siglos XVI y XVIII con el objetivo de llevar a cabo la colonización del interior de Brasil. Estas compañías y sus miembros recibieron este nombre por el estandarte o bandera que llevaban.
[2] Para saber más sobre esa parte de la historia, véase ALVES, Munís Pedro. Bandeirantes, indígenas e jesuítas | para pensar as manifestações contra as estátuas. Canal Diacrônico. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=6sB9OaDDE3w . Acesso em: 30/07/2021.
[3] CHOAY, Françoise. O patrimônio em questão: antologia para um combate. Belo Horizonte: Fino Traço, 2011, p. 12.
[4] BENJAMIN, Walter. Tesis sobre la historia y otros fragmentos. Edición, traducción e introducción de Bolívar Echeverría. México D.F.: Universidad Autónoma de la Ciudad de México – Itaca, 2008, pp. 41-42.
[5] BENJAMIN, Walter. Tesis sobre la historia y otros fragmentos. Edición, traducción e introducción de Bolívar Echeverría. México D.F.: Universidad Autónoma de la Ciudad de México – Itaca, 2008, p. 42.
[6]ABREU, Élida. [Comentario personal]. Facebook. Disponible en: https://www.facebook.com/elida.abreu.98/posts/1174047739760063 . Acesso el 30/07/2021.