Carmen Aliaga
En poemarios como «Libro huérfano» o «Madeleine y las otras» es fácil confirmar el carácter de la poesía de Carmen Aliaga: intensa, desgarrada, luchadora… Vive y escribe con profundidad extrema su latir. Ante una realidad inhóspita (por momentos infranqueable para su estatus de mujer) denuncia con tensión el desamparo, con golpes de sensibilidad poética e imágenes que a veces cortan la respiración en su afiladísimo filo de verdad.
Miguel Ángel Ordovás ha escrito sobre ella: «Su forma de mirar frente al dolor, hace que hasta la desesperanza parezca hermosa.»
Nosotras,
las mujeres de seda
también lanzamos dardos.
Piedra.Papel.Tijera.
Nosotras,
las mujeres de seda
nos cosemos la lengua
y clavamos después el alfiler
en las alas abiertas
de las mariposas.
Nosotras,
las lanzadoras de cuchillos,
las acuchilladas,
las mujeres gusano,
las agusanadas por dentro.
Nosotras,
las mujeres de seda,
las mujeres sedosas,
las mujeres sedadas,
sedadas,
sedadas,
para no lanzarnos
al vacío.
A partir de este instante,
dejarás de dolerme.
Levantaré los brazos,
mientras bendigo el viento
que me aleja tu estatua
hecha de sal y polvo.
A partir de este instante,
comenzaré mi casa
y, ladrillo a ladrillo,
dejaré de ser huésped
de ese cuarto que abres
y cierras a tu antojo,
de llevar a la espalda
los fardos de tu ropa
y de cargar la cesta
que guarda tu alimento.
A partir de este instante,
me soltaré, valiente,
de tu brazo de alambre,
para mirar el Mundo desde arriba,
arriba, más arriba,
allí donde te olvido.
Cerrar a cal y canto
las paredes del miedo.
Abrirme y expandir
los múltiples talentos
de mis antepasadas.
Cerrar a cal y canto.
Canto
contra el dolor y la impostura.
No te quedes suspensa.
Piensa en las que quedaron
a mitad de camino
y excavemos un túnel
hacia la tierra limpia.
Consigamos, por fin,
ese rostro perfecto,
las hermosas facciones
de la Igualdad.
La mujer pequeñita
ya no pregunta.
Acumula racimos,
fruta mordida,
dolores de mandíbula
y dientes rotos.
Acumula cabellos
que caen como el día
y enrosca lo que queda
en un moño redondo
como los caracoles.
La concha de la espalda
es la cáscara rota.
La mujer caracol
saca a la luz tinajas
de flores mustias.
Repartió en diez inviernos
la nata de sus pechos.
Viejo palo de escoba
golpeando en el aire
contra las telarañas.
La mujer espiral
ve pasar los domingos,
la rueda del tractor,
el gato escarmentado,
la muerte que saluda
vestida de campanas.
La mujer pequeñita
ya solo es quemadura,
quemadura,
ese gran colador
donde el tiempo ha vertido
su leche hirviendo.
Clamo.
Estoy clamando
por las blancas mujeres
escandinavas,
por las jóvenes negras
de Etiopía,
las pequeñas esclavas
de ojos rasgados,
por los rostros cubiertos
de Afganistán.
Clamo
por las chicas de postre
tailandesas,
el femenino llanto
de Norteamérica,
las nietas que vendieron
como arma de guerra
al norte de Somalia.
Clamo
por las madres del Congo,
las hijas de Somalia,
el cráneo golpeado
en el centro de Uganda.
Clamo
por las salpicaduras
de ácido y aceite
en las pakistanís,
por mis muertas de Yemen,
Nigeria, Palestina,
horizontal cadáver
de América Saudí.
Clamo
Clamo
con un dolor antiguo
que me está retorciendo
el corazón del Mundo.
Y todas las mujeres
llamarán a tu puerta.
Aquellas cuya carne arrojaste a los cerdos,
su vientre reventado
como un saco de piedras.
Aquellas,
tus magníficas siervas de pestañas larguísimas,
negras como el demonio y la epidemia,
las brujas medievales que ardieron en tu patio,
tus dedos entre fósforo y sentencia.
Aquellas,
doncellas virginales con los senos en punta.
Su rosa entre las piernas no te fue suficiente.
-Os cortaré la lengua‐
les decías.
Tu vasija exquisita
no pudo retener sus malas hierbas,
sus malos genios,
esa ropa interior
con que frotabas tu nariz.
Tú, el genio de la lámpara
‐Mis deseos son órdenes‐
les repetías.
Merecían morir
pero te lo advirtieron
y hoy llaman a a tu puerta
con laflor del invierno
en su cabello azul,
hermosas como ángeles
y limpias ya de sangre,
cayendo sobre ti
en avalancha.