Marcel Barrena
A Contracorriente Films
Septiembre 2024
La forma en que imaginamos el futuro está fuertemente condicionada por los productos culturales que consumimos.
Layla Martínez. Utopía no es una isla. 2020
Jacinto Ceacero
En la propaganda y publicidad de la película EL 47 se puede leer con claridad a la entrada de los cines en que se exhibe: Lucha obrera por un derecho básico. Ese eslogan me atrajo e indujo a verla, prácticamente el mismo día del estreno, sin conocer los contenidos y hechos reales en los que se basa y sin estar condicionado por críticas posteriores que se han ido vertiendo, porque soy de quienes, ya con nostalgia, siguen pensando que la lucha de las y los trabajadores en los dos últimos siglos sirvió para conquistar derechos y libertades sociales, laborales y personales para toda la sociedad, incluso en algunas ocasiones para producir grandes convulsiones sociales y revoluciones.
Lamentablemente, esta lucha obrera ha sido progresivamente integrada y digerida por la hidra capitalista hasta el punto de que, hoy por hoy, no solo es prácticamente inexistente (salvo honrosas excepciones como las que llevan a cabo el movimiento pensionista, el sindicato de inquilinas, la plataforma de afectados por la hipoteca, stop desahucios o ciertas luchas laborales y sindicales), sino que sectores muy amplios de la clase trabajadora se han convertido en uno de los grandes aliados para la perpetuación de la sociedad clasista y de privilegios que sufrimos. Una clase trabajadora que ha hecho dejación de su responsabilidad como sujeto revolucionario apostando por opciones políticas populistas y de extrema derecha, sin que ello signifique, para mí, su culpabilización histórica.
Tengo toda mi confianza optimista en que esto no será así de forma irremisible por siempre y para siempre hasta el final de los tiempos, sino que se revertirá.
La película EL 47, como ejemplo de lucha obrera, cuenta la historia de un barrio en el extrarradio de Barcelona (Torre Baró) formado por migrantes de Andalucía y Extremadura a finales de los años 50, quienes, tras perder la guerra civil y sufrir el desarraigo y expulsión de su realidad y vida, se ven obligados a emigrar para buscar una vida mejor. ¡Qué familiar nos resulta esta expresión! en estos tiempos de migraciones bajo la presión de un contexto mundial de racismo y xenofobia.
En esos años finales de la década de los 50, un amplio grupo de personas y familias se ven obligados a vivir en chabolas, a construir sus casas con sus propias manos bajo la represión de los grises, en las afueras de una gran ciudad como Barcelona a la que diariamente tienen que bajar a trabajar y producir riqueza para una burguesía y una clase política supremacista que los utiliza pero los ignora miserablemente hasta el punto de negarles el transporte como medio para mejorar su calidad de vida.
Si la película se centra en la lucha por conseguir una línea de autobuses que comunique el barrio con el centro de la ciudad, deja entrever también las grandes carencias de los barrios obreros de esa época (sin escuela, hospital, agua corriente, electricidad y todo tipo de servicios públicos hasta el punto de que la ausencia de un acceso adecuado al barrio para el camión de bomberos provoca la muerte de un vecino); una realidad perfectamente extrapolable a muchos barrios y asentamientos marginales obreros y migrantes de nuestros días.
El protagonista principal, Manolo Vital (conductor de autobuses de la TMB), encarnado magistralmente por Eduard Fernández (algo muy habitual en este extraordinario actor de las últimas décadas), y su mujer, Carmen (ex – monja) interpretada magníficamente por la actriz Clara Segura, se convierten en las caras más visibles de ese vecindario, asociado, que lucha por su dignidad, su identidad cultural, sus derechos, sus servicios públicos más básicos y sus libertades.
Al no ser un documental, en la película no se recrean los contextos de lucha obrera que en esos años brotan en muchos barrios marginales de las grandes ciudades, no se circunscribe ni contextualiza esa lucha del barrio Torre Baró con la realidad social y laboral que se vive en otros muchos lugares del país.
Estamos ante una película de ficción, aunque basada en hechos reales, pero no estamos ante un documental, por lo que la visión y lectura que hace el director de la realidad se amolda a sus exigencias del lenguaje y narrativa cinematográfica, optando por resaltar esa lucha en ocasiones individualista del protagonista en lo que podría interpretarse como más propia de los códigos neoliberales y heroicos del cine norteamericano.
El director plantea la película como un homenaje a esa clase obrera de la década de 50 hasta los 80 en que se luchó por sentar las bases de una nueva sociedad y cultura democrática de derechos y libertades.
El joven director y guionista catalán Marcel Barrena, con El 47, sigue profundizando en la línea de trabajo iniciada ya en películas y documentales anteriores como Mòn Petit (2013), 100 Metros (2016) o Mediterráneo (2021), buscando siempre historias basadas en hechos reales elevando así la emotividad y humanidad de su cine. Estamos ante la mejor creación artística del autor.
La mayoría de las críticas que se van conociendo de la película atienden más al contenido, al mensaje, a los valores que transmite, que a la propia creación artística y técnica de la película. Técnicamente, la película es correcta, la ambientación es muy adecuada, el cuidado de los planos, vestuario, fotografía, iluminación, etc., es satisfactoria. La banda sonora es sublime en algunos momentos (Valeria Castro: el borde del mundo; Gallo rojo, gallo negro de Chicho Sánchez Ferlosio), los planos magníficamente insertados de documentales reales de la Barcelona de finales de los años 60 del pasado siglo son muy elocuentes y descriptivos de la realidad social de la época.
Sin duda, estamos ante un excelente elenco artístico con la interpretación suprema del protagonista junto a un magnífico reparto y en un buen montaje cinematográfico…, pero es el contenido de la película lo que más llama la atención, precisamente en estos tiempos de autoritarismo, individualismo, fascismo, supremacismo, nacionalismo, independentismo, racismo y xenofobia.
Pero, ¿por qué me interesó esta película? No es una película que juegue a la gran épica en el relato, ni a la grandilocuencia de una lucha epopéyica y única, ni profundiza de manera excelsa en el contenido político de esa lucha y el contexto social de la época, como puede hacerlo Ken Loach en algunas de sus películas, pero sí recrea, recoge, comunica, un paradigma referencial de lucha vecinal y barrial que tanta falta hace hoy día y que tan denostado y tan olvidado está para los grandes medios de comunicación y en consecuencia, para la gran mayoría social y la opinión pública en general.
Echando en falta un mayor énfasis y emoción en la fuerza de una lucha colectiva al haberse centrado en la figura del protagonista (aunque sin excesos y sin olvidar el contexto social de la población del barrio), consigue articular un discurso claramente antipolítico denostando y condenando con meridiana claridad el burocratismo y el desinterés de la clase política y las instituciones por mejorar la realidad de la gente.
Creo que se esfuerza en mostrar la bondad beneficiosa de los grandes valores que transmite como el valor de la educación para tener un futuro en libertad, el valor de la dignidad de quien decide luchar, el valor de la solidaridad frente al supremacismo nacionalista.
Qué buen momento para hablar de migraciones, de la contribución de las y los migrantes a la creación de riqueza y enriquecimiento cultural de nuestro país.
Pero creo que lo más relevante de la película es el ejemplo que aporta a quienes hoy en día simplemente están desmovilizados por carecer de referentes de lucha.
Layla Martínez, una joven escritora y articulista, en su opúsculo del año 2020, titulado Utopía no es una isla. Catálogo de mundo mejores, reflexiona de forma rigurosa, magistral y creativa, sobre esta necesidad de aportar nuevos referentes de utopía frente a los escenarios culturales, siempre distópicos, catastróficos, bélicos, de violencia y destrucción, creados por de capitalismo actual. Si el futuro que se nos expone desde los grandes medios audiovisuales, de comunicación, literarios, videojuegos, cómics, series y películas futuristas… es de caos, destrucción, autoritarismo, fascismo, machismo patriarcal…, si el futuro nos produce miedo y ansiedad, la reacción natural del ser humano es la inacción, el inmovilismo, la domesticación, el aislamiento social, la anulación de la capacidad de pensar un futuro mejor, la aceptación del orden y control social, la sumisión al poder y al presente como el mejor mundo posible, el no luchar por un futuro que solo se concibe nefasto para la sí mismo y la humanidad.
Sin embargo, si cambiamos los referentes, si creemos que la cultura es una buena herramienta para cambiar el mundo, si las creaciones artísticas nos presentan escenarios utópicos, de solidaridad, apoyo mutuo, colectividad… lograremos que la apatía deje paso a la participación en las movilizaciones, a convertirnos en protagonistas de nuestro presente, a imaginar y construir futuros que merezca la pena vivir.
Si como dice Layla Martínez: los productos culturales reflejan la realidad, pero al hacerlo, también la crean, creemos escenarios en los que el cambio resulte posible.
Con mucha modestia, pero me atrevo a señalar que la película El 47 nos puede servir de ejemplo, como una primera muestra que nos ubica en la tesitura de no tirar la toalla, de reanudar el camino hacia el futuro alternativo que soñamos. Así quiero creérmelo.
Los tiempos actuales son tiempos de pérdida de muchos de los derechos conquistados en décadas anteriores. Ojalá la utopía se abra camino en nuestra sociedad.
Fue muy conmovedor ver que al finalizar la película muchas personas se levantaron y aplaudieron. Mi emoción fue más contenida.