Sean Baker. Cre Film y Filmnation Entertainment. Octubre 2024
Un viaje por los entresijos de la desencialidad del ser humano
Juan Ceacero Ruiz
Música disco, cámara lenta, travelling lateral de claroscuros de neón. Vemos una hilera de cuerpos femeninos semidesnudos que bailan mientras se rozan contra hombres que colocan billetes sobre sus tangas. Cuerpos de pieles blancas y oscuras. Cuerpos que bailan para sus clientes. Cuerpos que bailan para nosotros.
Anora, la flamante ganadora de la Palma de Oro en Cannes de este año (junto a otros muchos galardones), con guion, producción y dirección del estadounidense Sean Baker, protagonizada, en los papeles principales, por Mikey Madison y Mark Eydelshteyn, arranca sin tapujos y con un sabor a golosina que elige estética frente a juicio, que se posiciona del lado de la belleza aun sumergiéndonos en el sórdido negocio de las chicas que trabajan como score.

Quiere seducirnos y fascinarnos desde el primer momento. Y lo consigue. Entramos de lleno en el mundo de Anora (Ani), una joven de ascendencia uzbeko-americana, una bailarina de lap dance y selectiva trabajadora sexual en Brooklyn, que se gana la vida en uno de esos locales donde chicas jóvenes se ofrecen a sus clientes masculinos para bailarles en pequeños reservados. Dinero fácil a cambio de mostrar su cuerpo, de rozarse con ellos, de dejarse tocar. Pero donde hay un protocolo que impide cruzar la delgada línea del encuentro sexual.
Ella y sus compañeras conversan en los descansos, cenan platos recalentados, cotillean sobre sus vidas, y asumen sus turnos entre cliente en cliente. Es un trabajo y nos encontramos en la periferia de las trabajadoras sexuales en el EE. UU actual.
La película muestra sin compasión la puerta trasera, la verdadera realidad de la historia del cuento de hadas, del mítico sueño americano y lo quiere hacer buceando en el contexto del trabajo sexual, algo que ya viene siendo habitual y recurrente en este director.
El cuerpo de Anora es una máquina perfecta para el placer, pero exclusivamente para el placer del otro; un cuerpo que se compra y se entrega pero sin llegar a ser nunca el territorio donde tiene lugar ese placer. Todo es apariencia, espectáculo y compañía a cambio de dinero en la lógica del capitalismo de consumo. Nadie la explota. Ella puede elegir. Y en ese universo de lo posible, los límites pueden difuminarse si la oferta es lo suficientemente buena. Como así sucede cuando Anora tiene como cliente a Ivan, el jovencísimo heredero de un multimillonario oligarca ruso que está pasando una temporada en Estados Unidos. Con él va un poco más allá y asistimos a la materialización del cuento de hadas cuando Anora entra en la mansión de Ivan, y no podemos evitar pensar en Pretty Woman al negociar el precio por pasar una semana de ensueño juntos para terminar casándose en Las Vegas. Anora lo consigue. Ha encontrado a su príncipe y ha sido rescatada. Junto a él no tendrá que volver a su antigua vida.
Ani, trabajadora sexual, autosuficiente, empoderada, con autoestima y dignidad suficiente para mantenerse erguida en el mundo marginal en que vive, sucumbe al ensimismamiento del dinero, dejándose encandilar por las riquezas, las joyas, el lujo, el poder. Ani desea salir de la vida que lleva, desea desclasarse y vivir otra vida de ensueño, vivir un cuento de hadas.
En la primera parte de la película —tiene dos partes bien diferenciadas dividas por una escena donde se detiene la acción dramática y que a pesar de su crudeza resulta tremendamente divertida—, asistimos a una aparente revisión del género de historias de amor románticas —joven hermosa atrapada en su baja condición social y el príncipe heredero del imperio que la rescata— trenzada con una actualización del sueño americano donde el triunfo y éxito pueden hacerse realidad. Pero a pesar de los fuegos de artificio y la música dance, aquí no hay amor romántico ni auténtico deseo. Es la experiencia del exceso, del lujo, de los viajes en jet privado —con el tópico de Las Vegas incluido—; sexo, drogas y mucha fiesta. Es la ilusión de éxito o su materialización en esa vida ideal, solo al alcance de la auténtica riqueza, lo que opera en su relación.
El cuento de hadas está atado contractualmente —incluso de manera literal, el casamiento no es más que un contrato—. El amor está sujeto a los mecanismos de consumo, puesto que en ningún momento escapan de la lógica económica. Todo es un gran espejismo. El deseo que despliega en ella la posibilidad de esa vida, no evita que su sentir continúe al margen o, mejor dicho, que continúe fuera de su cuerpo. Ella es incapaz de sentir placer cuando se acuesta con Ivan. Su cuerpo sigue estando a disposición del placer, de la experiencia de goce, pero está despojado de su propio sentir. Y de alguna manera el viaje que emprenda Anora es un viaje hacia sí misma, de recuperación de su capacidad de sentir de nuevo.
Los personajes que entran en escena en la segunda parte de la película —dos hombres de confianza, de origen ruso, que trabajan para su padre, y un tercero por si hubiera algún problema, es decir, un matón— tratan de desmontar su historia, de convertirla en una travesura que debe enmendarse, de restablecer el orden. Y con la llegada de los padres de Ivan, que viajan desde Rusia durante toda la noche en la que la acción se detiene para buscar a Ivan que ha salido huyendo, todo se precipita y se enmienda de manera brutal. Deben desmontar el matrimonio, romper el contrato y llevarse de vuelta a Ivan a Rusia. Y si para ello deben retener a Anora, forzarla y obligarla a firmar el divorcio, están dispuestos a hacerlo.
Las estructuras de poder entran en juego y devuelven a cada uno al lugar de donde proceden. La jerarquización de las distintas condiciones sociales funciona como un mecanismo implacable. Pero lo interesante aquí no es solo la lectura social, sino que los personajes, de alguna manera, están atrapados en relaciones, estratos, lógicas e imágenes que no les corresponden.
El chico no ejerce como adulto, no puede tomar sus propias decisiones, no puede ‘sentir’ lo que siente. Al escapar de la influencia de sus padres —y sobre todo de su madre— se acerca más a ellos. Anora lucha por colocarse en la legitimidad de ser la mujer de Ivan, de defender la veracidad y el vínculo que tiene y cuanto más lucha por ello más la devuelve al lugar de no ser más que una vulgar prostituta que se ha intentado aprovechar del millonario. Igor, el matón prototípico resulta ser el único sensible a lo que le está sucediendo a Anora. Ningún personaje está realmente donde siente que quiere estar. Los cuerpos están desplazados de su propio sentir. Y la fantasía de autonomía, de conquista, de éxito, de realización, no es más que una ilusión inducida por la magia del todo se puede conseguir, todo se puede comprar.
Y es a través del personaje de Igor, atrapado y etiquetado en su función de ser el secuaz que ejerce la violencia si fuera necesario, que se plantea una inversión de los modelos masculinos interesante. Ivan representa al joven alocado, divertido, de cuerpo frágil y delgado que, a pesar de sus excesos, presuponemos más sensible, resulta ser el más fatuo, caprichoso y cruel. Igor, que representa el modelo masculino clásico de hombre impenetrable, violento e insensible —en una escena Anora le acusa de que podría haberla violado si hubiera tenido ocasión porque tiene mirada de violador—, resulta ser el más sensible y cercano y podemos percibir que realmente se ha fijado en ella.
Y ahí llegamos a la última escena donde Anora e Igor se van a despedir y él le devuelve su anillo. Es él quien le devuelve simbólicamente el ‘valor’ que tiene, su condición de mujer hermosa y poderosa que se merecía todo aquello que ha perdido, y ella, interpretando este gesto desde su óptica, le ‘devuelve’ el gesto con el lenguaje en el que está atrapada. Siente que tiene que ‘bailar’ para él, que ha sido comprada una vez más por un hombre que detesta profundamente, y ahí, en ese instante de intimidad total dentro del coche, aparece la ambigüedad y la confusión cuando Anora vuelve a sentir algo propio, excitación, placer, un estallido de rabia para finalmente derrumbarse encima de él.
La realidad es que el sueño americano es una ficción que ha sostenido durante décadas el imaginario de generaciones que ansiaban ser un otro mejor. Cambiar el mundo no es una opción, tan sólo puedes conseguir tus propios sueños.
¿Está Sean Baker dándonos su visión de la sociedad americana actual donde todo, absolutamente todo, está en venta, incluso los propios sueños? ¿Cuáles son esas aspiraciones, ese renovado sueño americano de conquista y éxito? ¿De qué están hechos esos sueños? ¿Nos pertenecen realmente? ¿En quién nos pueden convertir?
La caída del sueño americano es un viaje a los infiernos que nos devuelve confusamente a imágenes distorsionadas que creíamos superadas. El retorno al deseo propio revela la disfuncionalidad del sentir que está atrofiado, desajustado.
Creemos conocer aquello que deseamos. Damos por hecho que nuestros sueños guían nuestras decisiones, que elegimos trabajos de mierda como medio para alcanzar aquello que ansiamos, que el éxito es librarse de las ataduras y conseguir, hablemos claro, la pasta.
El dinero es el motor que mueve a los seres humanos de las sociedades del capitalismo de consumo tardío. Y el sueño de que con esfuerzo, trabajo y sacrifico puedes conseguir todo lo que te propongas no puede ser más actual.
A través de estas preguntas también puedo percibir la concepción cinematográfica de Baker. Nos hace partícipes de ese espectáculo, nos convierte en espectadores de una historia que creemos conocer a través de los referentes que manejamos. Para él también somos clientes que debe seducir. Y es ahí donde entran el juego los paradigmas con los que juega la película y donde nos devuelve lo que me ha resultado más fascinante de la película: cómo el consumo de la experiencia y el espectáculo —la vida como una fiesta continua— anestesian y desplazan el sentir.
¿Qué siente quien se dedica a hacernos sentir? Sufre la pérdida del sentir. La profesionalización de placer vacía el sentir.
Sean Baker está alejado del discurso político y pedagógico, no juzga, no moraliza, ni siquiera se sumerge en profundidad en los márgenes de la sociedad americana a pesar de que sus personajes habitan la periferia, están expuestos a la crudeza del sistema capitalista tardío y a la metástasis de todos los aspectos de la existencia. La realidad materialista del capitalismo se impone a cualquier tipo de alteración de las convencionales reglas del juego social.
El capitalismo nos niega el derecho a tener cualquier tipo de identidad subjetiva que podamos albergar como ser humano. Todo ello junto a las insalvables diferencias de las clases sociales; el machismo subyacente; la dominación y sumisión al poder; las carencias de la más mínima ética y valores en los personajes y sus las relaciones humanas y la omnipresente objetivación sexual de la mujer, de su cuerpo y también de su esencia como persona.
Los cuentos de hadas donde las bestias se transforman en príncipes y las jóvenes pobres se convierten en princesas, por arte de magia o salvadas por un príncipe heroico y valiente de color azul por su dinastía sanguínea, son eso, sueños.

En el capitalismo no tiene cabida el sentimiento, ni la emoción, ni los afectos, solo la mercancía, el negocio, el uso de los seres humanos —especialmente la mujer— como objetos de usar y tirar en un permanente y perverso intercambio transaccional de intereses. La mujer es un objeto al servicio del placer del otro, sometida al mercantilismo de las reglas de juego capitalista, exonerada de su derecho a sentir placer, a sentir emociones, a desear lo que supone un proceso de negación, de desencialidad como personas.
Cuando las emociones afloran, cuando el deseo aparece, no nos reconocemos en él, resultándonos extraño sentir y desear. Esa es la potencia del enorme final subversivo, dramático, humanizado y desconcertante de la película, siempre desde la ambigüedad pretendida del director.
La película rezuma pasión y energía vital a raudales, ternura en simultáneo a dureza, emoción, belleza y tristeza, desconsuelo, comedia y drama. Pura subversión para buscar y encontrar siempre la belleza natural en las situaciones humanas más dramáticas, marginales y conflictivas, con personajes que viven en la pobreza en un sistema social arrogante y despiadado ante el que solo cabría sublevarse.
Cuando una película anima la sobremesa de la familia cinéfila o sirve como catalizador de una buena discusión con defensores y detractores en las cañas del domingo, cuando dos amigos tienen que llamarse por teléfono y lo primero que el ansioso le dice al que acaba de salir del cine es ¿qué te ha parecido? Cuando todo eso se produce por el efecto de una película, normalmente en otoño, que es cuando los estrenos de peso, las películas premiadas y las oscarizables se presentan, es que estamos frente a una gran película, tal vez, frente a un fenómeno. Y pensando ahora, quizá éste sea el único y último campo de batalla para el futuro del cine y su proyección en pantalla grande.