Conversación con Esther M. G.

Laura Vicente
Fotografías de Esther M. G.

Esther nació en 1971, creció y sigue viviendo en una ciudad industrial cerca de Barcelona. Hija y nieta de migrantes andaluces que llegaron a Cataluña en busca de trabajo. Cursó la EGB y cuando terminó se puso a trabajar. Se casó a los 23 años y tuvo a su primer hijo en 1995 y el segundo tres años después. Enseguida hizo compatible el trabajo remunerado en condiciones de precariedad y los cuidados domésticos y familiares.

Laura Vicente (LV): Esther, explícame qué recuerdas de tu infancia, de la escuela y de la vida en tu barrio. ¿Crees que el hecho de ser nieta e hija de migrantes andaluces tuvo alguna influencia en esa etapa hasta los 14 años? ¿Por qué no seguiste estudiando?

Esther M.G.(EMG): Me crie en uno de los barrios periféricos de mi ciudad, junto con mis abuelos y toda la familia materna. Un barrio mayoritariamente de migrantes andaluces y extremeños. Por la parte paterna, aunque también eran de un barrio, la situación socioeconómica era más desahogada. Mis abuelos paternos, aunque mi abuela nació en Murcia, eran catalano‐hablantes y con una situación económica más desahogada, sin dejar de ser clase trabajadora.

Vivía entre el barrio del norte y el del sur, y aunque mi madre dejó de trabajar en la fábrica del textil cuando se casó, pasé mucho tiempo con mis abuelos, comía a diario con ellos. Tuve la suerte de ser la primera nieta y sobrina, por lo que fui una niña mimada por las dos partes.

Mi padre era muy pragmático y bastante rudo en el trabajo. No creía en absoluto en los estudios y pensaba que se triunfaba trabajando duro, supongo que por eso nunca me animó a seguir estudiando. Por otro lado, fui mala estudiante y una niña gordita con muchas inseguridades.

LV: ¿Crees que el hecho de ser nieta e hija de migrantes andaluces tuvo alguna influencia en la etapa escolar?

EMG: Creo que, de manera inconsciente por nuestra edad, sabíamos que nuestra realidad en los barrios «guetos» no era la misma que la realidad del centro de la ciudad. Sentíamos, sin saberlo, que nuestro destino era ser mano de obra y que no teníamos exactamente las mismas oportunidades. Hasta que sales al mundo laboral vives en un micromundo donde lo que te rodea es una realidad diferente a la de otros barrios y el centro de la ciudad.

LV: ¿Qué tipo de educación y valores te transmitieron en casa?

EMG: Mi padre era electricista y en casa hemos pasado épocas buenas y malas. De las malas aprendí muchas cosas que tiempo después apliqué en mi economía familiar: dividir el dinero con sus destinaciones y no salirte del presupuesto. Comprar siempre comparando precios para llegar a fin de mes y ser austera. Mis padres me ofrecieron una educación bastante laica. Aunque mi madre es creyente, no ha sido nunca practicante. Mi padre es ateo totalmente y pese a ser de una generación con muchos prejuicios, en muchos aspectos ha sido bastante liberal.

Él intento siempre tener hijas fuertes física y emocionalmente. En muchos aspectos de cómo enfocar la vida me veo reflejada en mi padre. Respecto a las posiciones políticas de mi familia, mis padres, aunque sin ser un tema que les motivaba demasiado, fueron de los que creyeron mucho en el cambio con el PSOE y así se han mantenido siempre. Mi abuelo paterno militó durante toda su vida en el Partido Comunista y era al que más le motivaba la política y se pronunciaba continuamente.

LV: Respecto a tu vida laboral, ¿a qué tipo de trabajos tuviste acceso cuando empezaste a trabajar?

EMG: Cuando acabé la EGB me puse a trabajar a los 14 años en el sector de Manipulados, en concreto en una imprenta de encuadernación, donde estuve unos años. Trabajaba jornadas de diez horas y sin asegurar. Entregaba una parte del sueldo en casa y colaboraba en lo que podía. Mi primer sueldo se destinó a comprar una cadena musical y pequeños electrodomésticos para mi casa.

LV: En el año 1994 te casaste y ¿qué ocurrió con tu vida laboral?

EMG: En efecto, me casé con 23 años y enseguida me quedé embarazada, con 24 años tuve mi primer hijo y con 27 al segundo. Los primeros años me dediqué a cuidar a mis hijos, la casa y hacía trabajos de canguro para poderlos combinar con el cuidado de mis hijos. También trabajaba en casa para el taller de manipulados: pintura de muñequitos, papelería, encuadernación, etc. Estos trabajos los repartían por las casas y cuando estaban hechos pasaban a recogerlos, era un trabajo mayoritariamente femenino, en «negro» y mal pagado. Mi comedor estaba siempre lleno de cajas y por las noches, y a ratos durante el día, sacaba el trabajo a entregar.

Cuando mis hijos se fueron haciendo mayores empecé a buscar trabajos de más horas o más estables. Tendría unos treinta y pico años cuando empecé a estar más horas fuera de casa trabajando con ETT (Empresas de Trabajo Temporal) o en «negro» según la temporada. De los muchos trabajos por los que he pasado, tengo que destacar el de camarera de piso, uno de los peores trabajos que he sufrido, también he trabajado en la limpieza y en el cuidado de personas mayores.

La precariedad laboral afecta directamente a la persona que la sufre, como ha sido mi caso, más si eres mujer con todo lo que eso comporta, pero también afecta al núcleo familiar, especialmente a los hijos. Soy consciente de que, siendo la persona de referencia de mis hijos, puesto que he sido quien se encargaba de sus necesidades (horarios, comidas, carga mental organizativa, médicos, soporte emocional, higiene y una larga lista más), han tenido una madre con inestabilidad horaria permanente.

En mi caso, con mi hijo mayor con discapacidad, quien sufrió más las consecuencias fue mi hijo pequeño, que tuvo que asumir en muchos momentos el papel de hermano mayor y asumir roles que igual no le correspondían, sobre todo a nivel emocional. De hecho, hoy en día con 25 años, en muchos momentos es mi muleta y mi confidente, manteniendo una relación bastante cómplice.

LV: Por el tipo de actividad que desarrollabas en casa y fuera de casa, entraste de lleno en lo que hoy llamamos «cuidados». ¿Qué valoración haces de este tipo de trabajo?

EMG: Así fue, por un lado, los «cuidados» en el ámbito familiar: mis hijos mientras fueron pequeños, especialmente después la enfermedad mental de mi marido y, más tarde, de mi hijo mayor. Por otro lado, la mayor parte de los trabajos de «cuidados» asalariados eran el cuidado de criaturas y de personas mayores. Durante muchos años de mi vida combiné la carga mental, física y, sobre todo, emocional que comportaban los «cuidados» familiares. Sufrí depresión, ansiedad y muchos problemas físicos como consecuencia de volcarme en los demás y olvidar mis necesidades. Nunca tenía tiempo para ir al médico, ya que los trabajos que tenía eran tan inestables y sin derechos que no me permitían faltar o pedir permisos.

Sé muy bien que mi situación no es excepcional, es la realidad de muchas mujeres que han trabajado toda su vida y que no son reconocidas, ni ellas ni su trabajo a la familia y a la comunidad, pese a toda la carga que han llevado a hombros. La sociedad no valora en absoluto lo que suponen los «cuidados» para la persona cuidadora. Cuidar de otros implica olvidarte de ti, estás tan agotada física y mentalmente que solo quieres echarte en el sofá cuando puedes y no pensar en nada más.

Trabajar con personas mayores con enfermedades como demencia o alzhéimer es muy duro. Te hace tocar tus propios miedos y ver tu propio infierno. Te carga de tensión y es muy difícil desconectar después del trabajo, llevándote muchas veces esa tensión a casa. Como todo en la vida, también tiene su aprendizaje y su lado bueno. He conocido personas y circunstancias que me han enriquecido a nivel personal. Recuerdo especialmente a Germán, un señor que trabajó en la mina de carbón de Sant Corneli, en Berga, y todas las historias que me contó sobre un trabajo tan duro como el de minero (las jornadas interminables, el peso de los sacos que cargaba, el frío, etc.). Y, sobre todo, Mari, una de las personas que más me ha marcado, una mujer de mi edad que tenía esquizofrenia y otras complicaciones que le obligaban a caminar con andador. Era la persona más optimista que me he cruzado en la vida, con ella me he reído como nunca, me dio muchas lecciones de vida.

LV: Nos has explicado cómo afectó a tu salud esta dedicación a los «cuidados», pero ¿cómo te sentías? ¿Te compensaba esta dedicación o tenías contradicciones que te hacían infeliz?

EMG: Durante todo el tiempo de crianza de mis hijos me sentía bien. Me gustaba llevar la organización de mi casa, las comidas (me encanta cocinar) y disfrutar de mis hijos. Lo que no me gustaba mucho era la ausencia del padre, tanto respecto a esas tareas como a la falta de sostén emocional. Yo cargaba casi en exclusiva con todo lo relacionado con los «cuidados» domésticos y de crianza y todo se complicó mucho cuando nos sacudió la enfermedad de mi hijo.

Fue con los años, y a medida que los hijos no me necesitaban tanto, cuando empecé a ver que necesitaba hacer cosas para mí, salir, socializar, etc. Hasta ese momento yo asumía con total normalidad ese papel, me gustaba, aunque inconscientemente sentía que me estaba perdiendo algo.

LV: En esa búsqueda fuera del ámbito doméstico exploraste actividades de carácter social y político que prolongaban, de alguna manera, los «cuidados» pero en el ámbito comunitario. Cuéntanos cómo te abriste más a lo colectivo.

EMG: Fue a partir de 2011, con cuarenta años, cuando empecé a militar en una Asociación Saharaui después de haber tenido la experiencia de acoger a un niño saharaui de los campamentos de refugiados durante dos meses. Por las mismas fechas, entre 2011‐2012, entré en el mundo sindical a través de mi marido. Una de las cosas que ha cambiado mi perspectiva de la vida han sido los viajes que he realizado a los campamentos de refugiados y refugiadas saharauis en Tinduf, Argelia. Convivir con esa gente que vive sin tener apenas recursos y con un futuro incierto, exiliados en medio de la hamada sahariana, da perspectiva de los privilegios que tenemos como occidentales. He viajado ya seis o siete veces, con proyectos o sin proyectos y son para mí como una segunda familia.

Respecto al mundo sindical, entré en CGT, aunque mi precaria realidad laboral nunca me ha permitido estar en trabajos con comités de empresa, delegados y delegadas, convenios colectivos por los que luchar, etc. Aunque desconocía totalmente el funcionamiento de la estructura sindical, poco a poco fui asumiendo responsabilidades y cargos orgánicos.

En el sindicato encontré, gracias a buenos compañeros y compañeras, herramientas para un mejor desarrollo laboral, personal y por qué no, político y social. Es curioso que el sindicato despertó en mí, y supongo que, a la fuerza, una actitud más «agresiva» de la que era habitual en mí. Empecé a ver, que, si no me imponía, cortaba a quien no me dejaba hablar, alzaba la voz, etc., no podía participar en reuniones y asambleas. Tuve que hacer ese aprendizaje si quería ser escuchada.

Estas situaciones me han planteado y me siguen planteando un debate interno, compartido con otros compañeros y compañeras. Las situaciones y dinámicas que se siguen (no siempre) en las asambleas y reuniones muchas veces me hacen sentir que tengo que renunciar a principios más femeninos, como la escucha, la empatía, etc., y adoptar actitudes agresivas para poder ser escuchada. La dinámica, tras escuchar numerosos monólogos, interrupciones y actitudes agresivas era o callar, levantarte e irte, o ponerte a su altura. No siempre se tiene ganas de adoptar esa actitud y, a veces, cuando la adoptas, resulta que cuando consigues que te dejen hablar, simplemente no te escuchan. Es muy frustrante. He sentido que el sindicato también es un espacio de hombres y con actitudes y dinámicas muy poco feministas. Entendiendo que es un espacio de lucha, donde estar activa es muy importante, creo que hay mujeres que pueden no encontrar su lugar en el sindicato porque, o no quieren, o no pueden adoptar ciertas actitudes masculinas para ser escuchadas. Para nosotras la lucha se multiplica porque hay que lidiar también en nuestras propias organizaciones con estructuras patriarcales y machistas.

LV: Tú habías militado en el Movimiento Comunista (MC) con tu pareja cuando eras más joven. ¿Qué te atrajo de una organización anarco‐sindicalista como CGT?

EMG: Yo milité en el MC pero no tuve nunca una preparación intelectual ni política, no leí en profundidad a Marx ni a Mao. Supongo que la identidad o conciencia de clase, e identificarme con esas ideas, era lo que sustanciaba mi militancia. Un poco lo mismo me pasó con CGT, al principio no tenía una base teórica de lo que era el anarco‐sindicalismo y me sentía cómoda por las compañeras y la manera asamblearia de funcionar. Sentí que la estructura del sindicato era justa, sin direcciones ni liberados, totalmente diferente de los «sindicatos» al uso. Trabajadoras y trabajadores organizándose para darse apoyo mutuo y llegar unas donde otras no llegaban.

Poco a poco fui descubriendo la esencia y me interesé por figuras más representativas, como Seguí, Durruti y la historia de la CNT. Más aún cuando descubro Mujeres Libres, su papel y su contexto histórico, me sentí mucho más identificada porque la mayoría eran trabajadoras de fábrica y talleres que se organizaron. Eran las de abajo, o sea, en palabras de ellas, mujeres triplemente esclavizadas (por el género, la ignorancia y la clase) que no solo debían luchar contra el patrón sino, en muchos casos, o en la mayoría, contra los privilegios adquiridos por los hombres, que, aunque anarquistas eran hombres con todo un sistema patriarcal establecido.

LV: ¿Cuándo y a través de qué medios empezaste a conocer el feminismo?

EMG: Ya en mi adolescencia y en el ambiente que me movía dentro del MC era un debate continuo. La liberación sexual, el aborto, debates feministas siempre los he tenido. Leí algo de Emma Goldman, lo típico. Pero lo cierto es que hasta hace unos años no llegué a sentir una conexión directa con el feminismo de clase. Además de descubrir y leer textos y artículos de la revista Mujeres Libres, de Teresa Claramunt, y otras mujeres, me ha nutrido mucho el escuchar a compañeras y asistir a talleres y grupos de debate.

LV: Al poco tiempo de abrirte a lo colectivo te separaste de tu marido.

EMG: Sí, me separé en el 2015, tenía 44 años y fue un momento de incertidumbre porque mis ingresos eran de 450 € por el cuidado de una persona mayor. Por otro lado, como ya he dicho, pasaba por un momento en el que necesitaba hacer muchas cosas y pasar mucho tiempo fuera de casa, quizás demasiado, no sé. Era hambre de militancia, de desarrollo personal, como si inconscientemente tuviese que resarcirme de todos los años que me había perdido metida en mi mundo familiar. La enfermedad mental de mi pareja supuso una carga psicológica y emocional durante mucho tiempo y necesitaba liberarme del papel de cuidadora. Fue duro y doloroso, mi marido fue para mí un «profesor» en muchos aspectos intelectuales y políticos, fue mi primer novio y única pareja desde los 16 años. Militamos juntos en el MC y compartimos inquietudes sociales. Pero haciendo balance, y aunque le tengo aprecio y admiración, fue una de las mejores decisiones que he tomado. Me sentí libre de hacer y no hacer, y de no tener que dar explicaciones a nadie. Hoy me siento orgullosa de cómo ha evolucionado mi vida.

LV: ¿Cuál es tu situación actual, tus proyectos, tus ilusiones…?

EMG: Como he ido explicando, mi vida laboral ha quedado reducida a trabajos inestables, precarios y de media jornada, encontrándome a mis 53 años con apenas 8 años cotizados a media jornada.

Precisamente por este tipo de vida laboral, decidí volver a estudiar y me saqué un título, eso me ha facilitado el acceso a un trabajo mejor y menos precario. Y acabo de sacarme el carné de conducir. Ahora con un trabajo un poco más «estable», la que no está estable es mi salud: tensión alta, diabetes, dolores que afectan a mi día a día, etc. Además, tengo a mi cargo a mi hijo con discapacidad y unos padres mayores que cuidar. Es la realidad de muchas mujeres que han trabajado toda su vida.

Ahora mismo mis ilusiones son tener calma y tranquilidad y disfrutar de la vida todo lo que pueda. Seguir mi militancia en el sindicato y seguir con proyectos vinculados al pueblo saharaui. Quedar con mis amigas (intento decir sí a todo). Seguir formándome, leer y ser todo lo curiosa que el tiempo me permita. Tengo un proyecto de escritura por ahí en marcha, pero con mucha tranquilidad y disfrutando del viaje de escribir.

Sé que voy tarde en muchos aspectos prácticos de la vida y me cuestan mucho más que a una persona joven, pero ahí estoy, reconstruyendo y organizando mi vida.

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