Je m’accuse, Pelicot

Agustín Comotto

—Si, pero dame tiempo para pensar si escribo o no escribo algo. De verdad, me afecta, pero no sé qué me dispara por dentro. Te aviso si escribo algo.

Más o menos estas fueron las palabras que le dije a Laura cuando me planteó la posibilidad de escribir desde mi género sobre el caso Pélicot.

Soy de género masculino, blanco, heterosexual y tengo 56 años. Se me interpela sobre algo, el caso Pélicot, que me aturde, me impide, me… hagamos memoria:

—Te aprietas más a ella —dijo José—, sigues la música; así, lo siente.

Este fragmento de recuerdo (el resto es sensorial y difícil de describir) es de cuando tenía tan solo 13 años.  Fue en EGB, en el primer baile que recuerde, en 1978. Se acababa el curso y, en el recreo —plena ebullición hormonal— bailábamos lentos de Air Supply en el gimnasio de la escuela del barrio, en Aluche. Trazos de la educación masculina de los años setenta. La que nos formó en las familias, el colegio y los amigos; la que nos explicó cómo ser un hombre: el fútbol, las mujeres, jugar con los de tu género, lo que es viril y lo que no; aprender esos códigos subyacentes que están allí, activos o en latencia aún hoy. Los mismos, quizás, de muchos de los que por generación coinciden como victimarios en el llamado caso Pélicot.

Saltamos a principios de los 90, en Buenos Aires. Es de noche, bar musical, suena Sign of The Times, de Prince. Alcohol, cocaína (si alguno invitaba), y la sensación de la cacería. Si había suerte, sexo con la desconocida de turno; expresión salvaje de un código guerrero, embotado por diversas substancias; la gracia estaba en la victoria, no en el orgasmo. La víctima (o no tanto), tristemente educada en los códigos patriarcales que tocaban, daba igual; era el botín de la caza. 

Al leer sobre el caso Pélicot, o sobre las redes en Telegram de más de doscientos participantes masculinos, donde se instruía o recomendaba cómo atraer, violar o maniobrar esa especie de bien adquirido para los hombres que es la mujer, no puedo más que estremecerme al pensar que, buena parte de los códigos intrínsecos que hay en esta alucinación, no dejan de ser parte de ese código patriarcal que se nos dio a los hombres desde tiempos inmemoriales. Códigos sutiles, o no, llevados hasta el paroxismo en los casos citados. 

El género masculino está enfermo de raíz y la solución no es fácil. Porque en él, el concepto de dominio, de sexualidad, de guerra, la jerarquización y el autoritarismo, en buena medida son lo mismo: el poder.  Son miles de años de perfeccionamiento los que lleva el patriarcado hasta llegar al caso Pélicot: Paris secuestra a Helena, se la hace suya, cuenta la Ilíada de Homero.  

No viene al caso recordar o tratar de encontrar la raíz de cómo comenzó todo. Tengo algunas pistas sobre ciertas reacciones patriarcales actuales: en ciertos discursos feministas (los que me interesan), vislumbro que el proyecto de las mujeres va en contra del desarrollo de crecimiento constante que plantea el capitalismo patriarcal. Conceptos como competitividad, poder, dominación, son cuestionados, incluso se anulan o redefinen.

El caso Pélicot me interpela como género. «La vergüenza ahora ha cambiado de bando», dijo Gisèle Pélicot. Sí, siento vergüenza. Por la ignorancia dérmica de muchos, por ver tan pocos hombres junto a las mujeres que se manifiestan en Francia, porque, en una gran mayoría silenciosa de hombres horrorizados por lo que fue el caso Pélicot, hay una educación intrínseca machista, la que dice que sí se puede maniobrar forzar o manipular a la mujer, puesto que, en definitiva, es un bien común masculino. Vergüenza incluso por la ley estatal, esa que también escribimos los hombres.

¿Y qué nos queda a los que, como el que escribe, sienten que ya no es su tiempo, que el hombre debe apartarse, perder el turno conquistado por sexo y violencia desde hace 70000 o más años? ¿Tan solo mirar y sentir vergüenza?  

Imagen: Agustín Comotto

Quizás, oír y repensar ese convencimiento y certeza que nos fue dado desde antes de nacer como privilegio, y que nos marca de manera lamentable por dentro.

Me cuesta mucho no sentir vergüenza. Y también es hora de comprender el privilegio: nunca me tocaron el culo, ni se apoyaron fuerte contra mis tetas en el autobús, para que lo sienta; jamás un médico introdujo sin sentido sus dedos en mi vagina, no fui violado a los siete años en una calle del Raval, ni tuve que callar porque subía al poder de un buen cargo laboral un imbécil mediocre en mi lugar. Nunca me interrumpieron al hablar, ni tuve vergüenza al hacerlo en público por dudas de si mi ropa se ve bien o si acerté en los colores; nunca me preocupé por si estoy un poco gordo o calvo, o si me destrozan los pies los diez centímetros de tacos que me hacen más atractivo a ellos. Nada me jode, porque puedo tener esa opción de género. Y, constato con espanto, los victimarios del caso Pélicot, también ostentaban esos privilegios, mis privilegios.

Ahora, la vergüenza está en nuestro lado. Y el futuro en el otro.

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