“Prefiero verte que ganar la guerra”. La radicalidad del amor según La Raíz

Fran Cabañas

Nuestros intentos por reinventar el mundo han fracasado, según afirma Srećko Horvat en La radicalidad del amor. Estos fracasos, argumenta el autor, no son coyunturales, sino inherentes al propio camino de la reinvención y a los dos elementos que nos guían en el mismo: el amor y la revolución. Y es que, si bien amor y revolución convergen en un principio, llega de forma inevitable un punto clave en el que divergen. Nos encontramos así en una bifurcación: hacia una dirección, el camino de la revolución sin amor; hacia el otro, el del amor sin revolución; y, si nos quedamos quietos, el fracaso. La misma bifurcación de siempre, en la que los bolcheviques eligieron la revolución, los estudiantes de Mayo del 68 eligieron el amor y ante la cual nos plantamos nosotras, aún en la derrota, teniendo que elegir el camino. ¿Deberíamos priorizar revolución sobre amor? Esto nos convertiría en máquinas de guerra sin alma; o, peor, leninistas. ¿Deberíamos, por el contrario, posponer la revolución para disfrutar el amor? Esto nos reduciría a consumidores vacuos; o, peor, perroflautas. Y hablando de perroflautas.

La Raíz es un grupo de música de origen valenciano. Desde 2007 sacó 5 álbumes llenos de temazos (y un sencillo) y petó todo escenario mínimamente alternativo, disolviéndose en 2018, tras una aclamada gira. Ahora, seis años más tarde (!), vuelve dar conciertos, a los que gente acudirá en masa como si estuviésemos en 2015 (el tiempo es un círculo plano). Y, pese a mi tono irónico y algo ácido, lo cierto es que no me extraña. No sé si esto es tan 2010s que debería darme vergüenza, pero aún escucho La Raíz. Y la lo disfruto. Y no es solo porque tiene trompetas, que también. Es porque recuerdo versos, estrofas e incluso letras completas, las canto y me emociono. Sus palabras conectaron con una inquietud en mi mente, y creo que en la de mucha gente. Esa inquietud, por supuesto, tiene que ver con el ansia por una revolución que cada día parece más lejana: La Raíz es música para un contexto de derrota política. También tiene que ver con el amor, dado que, como ya hemos establecido, ambas ideas convergen de forma inevitable. Pero lo que la hace especial es que no se limita a ensalzar y celebrar esa convergencia, sino que indaga en la divergencia: se centra en la bifurcación. Por tanto, vamos a repasar, mediante una canción relevante de cada álbum, el camino seguido por La Raíz a la hora de decidir entre el camino del amor y el de la revolución.

1. Canto porque creo que te mueres

Del primer álbum, nos centramos en El aire muerto. Esta comienza repitiendo su estribillo: “El aire muerto en el pecho me duele”. Un yo poético siente dolor, a causa de algo que respira. En la primera estrofa, le canta a este algo de forma directa: “Canto, porque creo que te mueres…” Ese algo, por tanto, es el tú poético, un ser moribundo que el yo respira, lo cual le duele en lo más hondo. Además, al menos en estos primeros versos, el yo no puede o quiere hacer nada para remediarlo: solo se lamenta. De hecho, si plantea una solución, no es arreglar el dolor, sino dejar de sentirlo. La indolencia le tienta en las siguientes estrofas, en forma de sueño, de droga, entumecimiento y distracción: maneras de paliar el malestar, pero no su causa. Esto le lleva a la depresión y la anhedonia: “Llegará el día en que no salga a mi balcón”. La indolencia del yo poético se asemeja al “estar moribundo” del tú. Quizás os preguntéis, y sería normal, qué tiene que ver todo esto el con amor o revolución. En primer lugar, la canción puede leerse como una canción de amor: un yo poético expresando a un tú poético los sentimientos que este le produce. Pero no es cualquier tipo de amor, sino el amor radical, el amor vinculado a la revolución, lo cual condiciona los tres elementos de la canción de amor. Dado que el amor radical es anti-individualista, el yo poético no es tanto un yo como un “nosotros”, o un yo, pero cantado a varias voces. El objeto del amor radical tampoco es hacia una sola persona, sino que, de hecho, tiene como objeto al mundo entero. Por eso hablamos de amor como sensibilidad: amar al mundo es sentir. Por último, el sentimiento del amor radical hacia ese mundo solo puede ser, al menos por ahora, un profundo dolor.

El mundo que amamos se encuentra moribundo: “(Yo) canto, porque creo que (tú, el mundo), te mueres y lloro, si se matan por el oro que tienes. Si tiñen el estrecho de rojo son heridas en tu pecho”.Se matan por las riquezas del mundo, tiñéndolo a su vez de sangre. El mundo amado, pero moribundo es una constante en La Raíz: “un planeta nauseabundo, como un perro sin dueño: flaco y medio moribundo”. Este mundo es nuestro presente: el del fracaso, el que no hemos podido reinventar. Por este motivo, La Raíz habla mayormente en presente. De un mundo moribundo actual, en que nos tienta rendirnos a la indolencia, dejarnos llevar, acallar nuestras conciencias con drogas. En este amor radical, la indolencia, la insensibilidad y el estado moribundo (¿semi-muerte?) del mundo son análogos. “Nos llenan el vientre como a serpientes: sin masticar”. La indolencia es sobrevivir a duras penas, tener el vientre lleno, aunque sea por la fuerza. Por el contrario, vivir sería llenarnos el vientre comiendo, masticando y, sobre todo, disfrutando. Vivir es sentir, sentir ese dolor del lamento, pero también el placer de comer. Vivir es activo, estar moribundo es pasivo. El deseo de sensibilidad/vida/amor y el deseo de indolencia/no-vida/no-amor chocan. Nos encontramos, por tanto, ante la bifurcación, pero derrotados y sin querer avanzar. Sin embargo, aunque tiente la rendición, la canción es para quien siente dolor: “palabras para mentes despiertas, esas que no duermen aunque droguen su conciencia”. Quizás por eso, al final de la misma, el yo poético parece decidirse. A nivel lírico, el lamento continúa, pero el tono musical ahora lo contradice. “Y ya qué más nos da”, dice, pero no lo diríamos así si nos diera igual. “La vida se nos va”, pero seguimos vivos, cantando. “Dormida la razón, dormido el corazón”, pero seguimos pensando y sintiendo. Sintiendo que “el aire muerto en el pecho me duele.”, acabando en el mismo lamento, que ahora adquiere un cariz reivindicativo. El yo poético ahora rechaza la indolencia y acepta el dolor que le vincula al mundo. Si por sentir, sufrimos el dolor del mundo, tenemos una tarea: reinventarlo. Avanzamos hacia la bifurcación.

2. Guerra al silencio

En el segundo álbum, encontramos la canción Guerra al silencio. Las estrofas mantienen el mundo moribundo (“desierta e invernal tristeza”) y el yo poético que siente un amor frustrado (“enamorado de amor enjaulado”). Pero el estribillo no es un lamento, sino una declaración: “aquí estoy, dándole guerra al silencio hasta el amanecer”. El silencio es la ¿moribundia? del mundo. Nos hemos rebelado contra este, al igual que contra la similar indolencia porque el dolor es una sensación que nos ha despertado del letargo: “Somos los hijos de la muerte, que no sienten nada, hasta que les duele”. O, en palabras de La voz del pueblo: “desperté, y ahora no quiero y no puedo dormirme”. Por tanto, es momento de sentir, darle guerra al silencio. La guerra al silencio se asocia con el ruido. El ruido de la música, pues la canción se alude a sí misma como una forma de combatir al silencio. Pero hay otros placeres ruidosos, como el que podemos entrever en el verso “quiero sentirte luchando hasta el amanecer”. Entre la introducción del tú poético, que suele implicar un amado, y la alusión al “sentir”, sospecho que “luchar” podría ser algún tipo de acción amorosa-sensible que se comparte entre un yo y un tú. Eso es: el sexo. Además, encaja con que la guerra al silencio se dé en la noche: el momento adecuado tanto para follar, como para luchar.

La lucha que plantea La Raíz es nocturna, o en general clandestina, como la que encontramos en su contexto histórico: la de los maquis contra el ejército fascista, de guerrillas contra el Estado franquista, de subversivos contra la Democracia. En este sentido, el silencio es la censura y el control social que cortaron de raíz una potencial revolución amorosa. Nuestro mundo moribundo es el que habitamos aún bajo el mismo sistema: un “pozo de Ley y de Orden, de sucias sombras, de servidumbre”. La guerra al silencio, por tanto, es una revolución ruidosa/amorosa para recuperar el ruido/amor. Hasta aquí, como vemos, el amor y la revolución convergen: nuestra pasión es revolucionaria, nuestro deseo es revolucionario. Sin embargo, eventualmente, llegamos a la bifurcación. ¿Qué hacemos si tenemos que elegir entre el deseo y la revolución? Los estudiantes del Mayo del 68, siguiendo al Horvat, optaron por el camino del amor en forma de micro-rebeliones: centrarse en el placer como una revolución del individuo. Así, no hay que sacrificar placer o deseo: así, nuestro deseo ya es de por sí revolucionario. Este deseo se manifiesta como en la comuna, el sexo libre y de la contra-cultura como estilo de vida. Las micro-rebeliones son una opción atractiva, que se manifiesta en varias de las canciones. Borracha y callejera retrata el amor como la fiesta, que y la fiesta como revolución: la bebida es metralla, la luna es una compañera y el contexto es la noche. En Nuestra nación, el amor es la fantasía. Somos escuderos de Quijote, soñamos con Dulcineas y luchamos, aunque contra molinos. En Elegiré[, el vínculo entre amor, placer, fantasía y revolución culmina. “Elegiremos volar a hundir los pies en barros de vulgaridad”. Declaramos nuestra libertad subjetiva, nuestra capacidad e intención de huir dentro de nuestra propia mente. Esperamos una señal para que “arda Babilonia”, para que la revolución se materialice. Pero, por lo pronto, hemos elegido el camino del amor.

3. Sirenita, no te alejes / vivió en un tren

De mar en mar, del tercer álbum, no nos sitúa en el mundo moribundo habitual, sino en un opuesto, un escenario idílico arquetípico: una playa. Ahí, el yo poético recibe visitas de una sirena juguetona, que le turba y acapara su deseo. Él le suplica, en el estribillo, que se acerque a bailar, ofreciéndole lo poco que tiene: “un corazón”, “una playa desde la que mirarte” y la propia canción. Así, el amor puro sacrifica todo lo material a cambio de un poco de atención de una sirena. Vale, suena deprimente. Vamos mejor con otro amor puro: El tren huracán. El único sencillo de la banda narra una vida nómada (“vivió en un tren), conectada con la naturaleza abundante (“comió y bebió siempre de un manantial”) y llena de sueños (“y cada día embarcaba su diario de sueños con él”). Llena, también, de amores, “tuvo sus reinas, sus noches, sus juegos de amar…”. Pero, si escuchamos el resto de ese verso, algo suena extraño: “… y en el reflejo de un coche, lo hacía real”. Esto implica que no es, en sí, real. Y ya que nos ponemos, lo de vivir en un tren es inverosímil: en mi experiencia, si lo intentas, los señores de RENFE se enfadan. Además, está escrita en pasado, lo cual, en contraste con el presente habitual, hace que parezca una ficción, una fantasía de escapismo o incluso una elegía por un fallecido (“como las flores que duermen con el huracán”). Sea como sea, al menos en el presente, nadie que vive en un tren. En lugar de concluir, la música se desvanece, como si nunca hubiera existido. A esto aspiramos si renunciamos a lo material: una fantasía. La micro-rebelión intenta romper el sistema solo imaginando y disfrutando súper fuerte. Sin éxito.

De mar en mar, más que una micro-rebelión, es una obra sobre este tipo de fantasías. Nos distrae con su trompeteo para que no prestemos atención a lo que dice, pero, si lo hacemos, es siniestro. La playa desierta y solitaria es, en realidad, tan inhóspito como siempre. La sirena que pulula es un símbolo de engaño. Es el cebo de una trampa, en el que se cae por la soledad amorosa y el deseo incontrolable, y que lleva a la muerte a quien sucumbe a sus encantos. El yo poético, aún alucinando, es vagamente consciente de su situación ruinosa: “Poco te puedo ofrecer… No tenemos ni dinero ni poder, solo algo que no se ve”. En esta canción la música sí concluye, pero no culmina: el yo sigue suplicando a la sirena. El amor de la micro-rebelión nunca culmina, nunca sacia. La Raíz plasma esta insatisfacción como una distancia insalvable: podemos ver el objeto del amor, pero no alcanzarlo. El objeto de amor de la micro-rebelión es una sirena que anhelamos desde la arena. Observamos ansiosos cómo se aleja, sabiendo, en el fondo, que no sabríamos qué hacer si se acerca, porque no sabemos si las sirenas se empotran, y no queremos incomodarla con guarradas humanas. La micro-rebelión, por tanto, está condenada. No solo por inmaterial y solipsista, sino también por insatisfactoria en sí misma. Con lo cual, tenemos dos opciones. Podemos seguir eligiendo el camino del amor. Esto hicieron muchos de los estudiantes del 68, limitarse a este placer revolucionario. Pero otros, no: otros se unieron a la Fracción del Ejército Rojo. Es decir, la alternativa es aceptar que nos hemos equivocado de camino y, cuando llegue otra bifurcación, tomar el camino alternativo al del amor: el de la revolución.

4. A ti no te veo

En A la sombra de la sierra, del cuarto álbum, el yo poético ve ya con claridad el mundo moribundo (“una vida podrida que tú no elegiste, veo a los niños callados y tristes”) y se lanza a la lucha. Esta lucha transcurre en la penumbra clandestina, principalmente la del escondrijo: el “corazón” (el amado) se escondió “a la sombra de la sierra”, como un guerrillero. Es por esto que, a pesar de ver, imágenes desoladoras, el yo no ve al tú amado. Si en el amor puro de la micro-rebelión veíamos el amor, pero desde lejos, en esta revolución sin amor, la situación se invierte: el amado podría estar al lado, pero no lo veríamos porque estaría oculto y callado. Esta inversión simbólica también se plasma en el sonido. La micro-rebelión era ruidosa: cantos, bailes, gritos, gemidos, muelles del colchón y cabecero de la cama. Por el contrario, la revolución requiere sigilo. Exige el silencio al que antes nos oponíamos, y su consiguiente anhedonia. Durante la Revolución de octubre, los bolcheviques intentaron destruir el silencio, la opresión que les impedía disfrutar, impuesto por el zar. Pero, para este fin, como explica Horvat, asimilaron el silencio como revolucionario. Adoptaron disciplina férrea, sacrificio personal y el ascetismo como valores. Su intención (al menos, en teoría) era disfrutar el mundo una vez reinventado. Para este fin, dejaron a un lado el amor y se volvieron máquinas. Y, sin amor, la revolución no es revolución. Es guerra.

Cuando la revolución se vuelve guerra, el revolucionario se vuelve soldado. La contradictoria mentalidad del soldado/revolucionario se plasma de forma excelente en Obediencia ciega: piensa “solo en la contienda”. Su motivación, que antes era el amor, debe ahora ser la conquista o defensa de la bandera. Pero las personas no ganan guerras; quienes las ganan son las naciones. Ni siquiera los soldados tienen un motivo real para batallar. La conclusión: “quiero perder esta guerra por cerdo”. A la sombra de la sierra llega a una conclusión similar. El yo poético se ha visto obligado a actuar como un soldado, frío y maquinal, pero sigue siendo el revolucionario: lo que desea es el amor. La noche oscura, que antes subvertía la normalidad del día, ahora es capaz de subvertir hasta la oscuridad de la guerra clandestina. El yo poético espera al amado de noche para desertar con él (“hoy hace noche mi barco en tu puerta”). Como no aparece, no dejará de desearlo en la oscuridad del día, en la trinchera. Finalmente, no puede más y rompe su silencio. “Levántate, mi corazón.”, le pide, abandona tu escondite a la sombra, deja que te vea. Entonces, habiéndote visto, yo “gritaré a viva voz”, para que tú me oigas. Lo que pasa es que, cuando estás atrincherado, gritar y levantarse son, por lo general, malas ideas. El yo es apresado, sea por el enemigo, o sea por su propio ejército. Le da igual: prefiere “verte que ganar la guerra”. Una revolución sin amor es también imposible, aunque llegara a ganarse. De modo que, una vez más, debemos plantearnos si, cuando lleguemos a la próxima bifurcación, seguiremos en este mismo camino o tomaremos el opuesto. En realidad, no parece importar: estamos condenadas a la derrota.

5. Nos volveremos a ver

El último álbum comienza con una carta al amado desde la prisión. Sin embargo, a la vez, este será el álbum con más esperanza de todos. En esta misma carta, desde la derrota más absoluta, el yo poético no deja de hablar de amor y revolución. Para indagar en esto, comparemos la primera canción El aire muerto, con la que analizaremos del último álbum Nos volveremos a ver. Al igual que la primera, la segunda nos sitúa en la derrota, en un mundo moribundo: “Dime si ahora saluda el vecino al pasar. Dime si ves una luz al final de ese túnel”. En ambas nos tienta la indolencia, y nos acecha la anhedonia: “Es aburrido pensar en que no hay que pensar”. Ambas, eventualmente, contrastan esto con una parte combativa. Sin embargo, si la primera era una canción pesimista que solo encontraba un resquicio de energía al final, Nos volveremos a ver  es más bien lo contrario: tiene contrapuntos de derrota, pero es una canción de esperanza. ¿Qué es lo que ha cambiado? Cómo puede ser que, ahora que hemos sufrido varias derrotas más, seamos más proclives a la esperanza. La respuesta está, sin ir más lejos, al final de esta estrofa de derrota. “Qué triste acordarse del triste final de los que cayeron durante el camino”. El yo poético evoca un sentimiento triste, sí, pero cuya naturaleza entusiasma al yo poético, dando pie a la esperanza: un recuerdo.

“Dime que te has acordao de guardar nuestras hazañas entre los cajones”. Lo que permite reconciliar derrota y esperanza es el recuerdo. El preso recuerda amor y revolución, y escribe sobre ellas. Y no es solo nuestro recuerdo, sino toda la memoria colectiva. Recordamos que “somos los hijos de los versos de los poetas y los presos”. Herederas de quienes eligieron escribir poesía Y hacer la revolución. Somos “Las que perdieron”, que “vieron llorar a la luna”. “Las hijas de la derrota” al no poder elegir entre ambos impulsos. Herederas de su amor y su revolución, inseparables. Su recuerdo es, de hecho, similar al evocado por Horvat cuando encuentra la solución. El revolucionario luchando, siendo derrotado, sufriendo, muriendo, añorando a su familia y escribiendo hermosas cartas de amor. Nuestra derrota, al igual que la suya, está garantizada, pero también lo está nuestro retorno: “Los hijos de la derrota os debemos una”. Los recuerdos se convierten en “Muchos cartones con los que montar fuertes y cabañas, tanques y murallas”. Nos hacen apelar, una vez más, a ese tú poético, ese amado que es a la vez compañero del alma y compañero de lucha, para pedirle que vuelva a incendiar el mundo. Avanzamos una vez por el camino en que convergen amor y revolución, hasta la inevitable bifurcación. Hemos probado ya el camino del amor y el de la revolución y hemos sufrido derrotas inevitables. La única diferencia es que ahora tenemos el recuerdo del camino y la esperanza que este nos da. Por eso, ahora elegimos un camino diferente: elegimos no elegir. Ante la bifurcación, rechazamos los caminos ya abiertos y abrimos nuevos caminos a las bravas. Los de la radicalidad del amor.

La radicalidad implica resistir la tentación de abandonar el amor, como los bolcheviques, aunque desperdiciemos “energía revolucionaria” en el disfrute. Implica también resistir la tentación de abandonar la revolución para darse al perroflauteo, aunque sacrifiquemos parte de nuestro placer. Pero también es aceptar la derrota antes que desprenderse de amor o revolución. Lo cierto es que ya hemos incendiado el mundo antes, ya hemos sido derrotadas y ya hemos vuelto a levantarnos. El amor radical está tan ligado a la derrota como el amor y la revolución por separado. La diferencia es que el amor radical deja recuerdos que alimentan nuestro deseo por volver. “Nos volveremos a ver cuando salgamos del túnel, tumbando alguna pared, para poder ver las nubes”. La distancia con respecto al amado sigue presente, pero ahora el deseo nos lleva a la revolución. Si logramos aceptar las derrotas inevitables que conlleva el amor radical, sucede algo sobrecogedor: las reinvenciones del mundo se vuelven también inevitables. Esta canción alcanza un trance en el que somos capaces, por un momento, de ver más allá de la encrucijada. “Guardo una botella en la despensa, guardo sin tocar las ganas de volar.” Para festejar cuando venzamos. “El viento cuando silba tararea una promesa…” El aire, otrora muerto, es ahora viento, henchido de vida, que nos asegura: “…serán noches distintas, con una luz inmensa”. La noche seguirá siendo para amor y revolución, pero iluminada por el fuego de los mundos en proceso de reinvención. Llevemos el amor radical en nuestros pechos hasta la derrota asegurada. Así, y solo así, nuestro retorno también estará asegurado. Nos volveremos a ver. ¡E incendiaremos el mundo otra vez!

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