Una reflexión sobre la guerra desde el anarquismo

Félix García Moriyón
Miembro del equipo de redacción de Redes Libertarias. Afiliado a la CNT (CGT) desde 1985. Miembro del consejo de redacción en otras revistas y autor de varios libros y artículos, una parte importante de los mismos relacionados con el anarquismo. Profesor Honorario en la UAM

Sobradamente conocido es el lema «Si no hubiera ejércitos no existiría la guerra». Se usa en muchos contextos, entre otros en el anarquismo, un movimiento que siempre ha mostrado un profundo antimilitarismo, si bien ha incorporado con alguna frecuencia la violencia y la lucha armada en sus estrategias y tácticas para alcanzar sus objetivos o para defender sus logros, de lo que podemos inferir que está rechazando no tanto la guerra como el ejército.1 Lo hace sobre todo por la clara estructura jerárquica del ejército, en la que la obediencia debe ser total como deja claro el respeto absoluto, hasta el absurdo, de la llamada cadena de mando.2 Y también lo critica por la discutible pretensión de presentarse como la institución, junto con la policía, a la que se atribuye la exclusividad en el uso legítimo de la violencia, encubriendo el recurrente papel de defensa de gobiernos poco o nada democráticos, sin hablar de los frecuentes abusos policiales.

El problema es que las constantes investigaciones realizadas en el campo de la paleontología y la antropología cultural han mostrado con cierta claridad que podemos hablar de violencia muy similar a las guerras en áreas y fechas en las que no habían arraigado profundamente las grandes aglomeraciones urbanas y los incipientes «imperios». Las investigaciones de la paleontología y la arqueología sobre épocas anteriores al neolítico, cuando todavía la población humana era escasa, dejan claro que la guerra es anterior a la aparición de los ejércitos. Por ejemplo, se han encontrado esqueletos con evidencia de heridas de guerra, como fracturas provocadas por golpes de armas o puntas de flechas, que datan de períodos paleolíticos.3 También se han descubierto herramientas de piedra, como puntas de lanza, que podrían haber sido utilizadas como armas. Podemos considerar que está claro que la guerra ha acompañado a los seres humanos desde tiempos muy antiguos antes de las grandes transformaciones que se producen en el neolítico.4 Los historiadores contemporáneos   aceptaron con cierta frecuencia un marco de interpretación del paso del paleolítico al neolítico que tuvo una buena acogida entre el público instruido, pero carecía de fundamentos sólidos: es el mito del buen salvaje elaborado por Rousseau, la idea de que los seres humanos habían vivido pacíficamente durante la larga etapa de la prehistoria, en el marco de pequeñas agrupaciones, pero que todo empezó a ir mal desde el momento en que se consolidaron la agricultura y la ganadería y aparecieron ya las grandes ciudades y luego las grandes unidades políticas e incluso los imperios. Surgió entonces la división del trabajo y la propiedad privada y se diseñaron estructuras políticas cada vez más complejas con la aparición de ejércitos especializados en tareas defensivas y ofensivas frente a imperios vecinos, una especialidad profesional específica de un proceso creciente de división del trabajo. El balance de lo ocurrido después era más bien negativo según el propio Rousseau.

Más recientemente, una variante de este enfoque es ofrecida por algunas tendencias ecologistas que consideran que las sociedades del paleolítico, formadas por agrupaciones de menos personas y dedicadas sobre todo a la recolección y la caza, algunas veces practicando el nomadismo, lograban y siguen logrando un mejor equilibrio con la naturaleza y evitaban los conflictos violentos. Algo de eso encontramos también en una rama del anarquismo, representada primero por Thoreau, con dos libros, Walden y Desobediencia civil, cuya influencia se ha continuado en los anarco‐primitivistas como Zerzan, quien critica la civilización como intrínsecamente opresiva, consecuencia del abandono del estilo de vida y organización social de los cazadores‐recolectores prehistóricos. Está presente incluso en propuestas que insisten en el decrecimiento como camino para superar la actual crisis ecosocial. Ahora bien, todo este enfoque influido por Rousseau y alimentado sistemáticamente por científicos y políticos de todo tipo, es simplemente falso, algo que dejan claro Graeber y Wengrow.5

Es importante dejar claro, para empezar, que en aquellas sociedades del paleolítico también se daban comportamientos violentos e incluso se llegaba a la ejecución de las personas que atentaban contra el equilibrio del grupo. Se trata de un primer paso en lo que algunos llaman el proceso de domesticación de los seres humanos, con evidentes similitudes con los cambios de las especies animales domesticadas, un proceso que se puede analizar verificando las modificaciones genéticas visibles en el fenotipo y el genotipo.6 Más allá de estas modificaciones, pero también al mismo tiempo que ellas y con distintos ritmos de implantación, avanzan los procesos de creación de instituciones sociales específicas que reforzaban la tendencia a controlar la violencia y potenciar, por el contrario, el apoyo mutuo, haciendo de los seres humanos posiblemente la especie «animal» más cooperativa, como deja claro Edward O. Wilson en su libro Consilience siguiendo en parte lo que ya había dicho Kropotkin muchos años antes refutando el darwinismo social y defendiendo el apoyo mutuo como factor de la evolución.

Los datos que se han ido obteniendo en las investigaciones tanto paleontológicas como antropológicas confirman el hecho de que la violencia, incluso la guerra, están presentes en las sociedades de cazadores recolectores, aunque obviamente con dimensiones bien diferentes a las que alcanzó con la aparición de sociedades más grandes y por tanto más complejas y más conflictivas. Y siempre, antes y después del neolítico, está muy presente la exigencia del apoyo mutuo como factor de la evolución genética rastreable en casi todas las especies de seres vivos anteriores a la especie humana y, desde luego, sigue siendo fundamental en la situación actual de la nuestra especie que, como no podría ser de otro modo dado su «éxito» adaptativo, afronta una crisis multidimensional que sólo podremos solucionar con estrategias colaborativas a gran escala que permitan minimizar los riesgos negativos y hacer posible niveles de bienestar y convivencia superiores incluso a los actuales para toda la humanidad, no sólo para parte de ella.

Los etólogos así como los psicólogos evolucionistas7 que han investigado sobre los comportamientos de las especies más cercanas evolutivamente a la nuestra, en concreto los bonobos, gorilas y chimpancés, están sustancialmente de acuerdo en que en todas esas especies se da un doble tipo de violencia, la agresiva y la reactiva. La segunda es más bien una violencia defensiva, para salir airoso de ataques que proceden de otros animales de otros grupos o dentro del propio grupo. La agresiva/proactiva se da para conseguir ventajas en el acceso a recursos y territorio y está asociada con la guerra. En las sociedades pequeñas del paleolítico, el grupo ejecutaba a los individuos dominadores para que los demás miembros se adaptaran y cumplieran las normas igualitarias, lo que nos lleva a afirmar que esa auto‐domesticación de los seres humanos se promovió con la práctica de las ejecuciones de individuos antisociales, algo que hizo posible la consolidación de sociedades más complejas con elevado número de miembros8. Ciertamente, la evolución posterior de la sociedad ha permitido que la pena de muerte esté ahora mismo en claro retroceso, siendo otros mecanismos los que se han buscado para continuar la evolución positiva de la civilización humana, recurriendo a dispositivos sociales que incluyen diferentes estrategias para vigilar y castigar, al decir de Foucault.

Como variante de la violencia proactiva, los primatólogos han comprobado que los chimpancés, por ejemplo, practican ataques organizados contra grupos de chimpancés próximos, ataques que hacen en general por sorpresa, en la noche, provocando una importante matanza en el grupo atacado. Esta práctica encaja mejor con lo que podríamos llamar proto‐guerras. Es una estrategia de combate que ha sido defendida por pensadores de culturas y épocas diferentes, como pueden ser El arte de la guerra de Sun Tzu’ (China, sig. IV A.C.) o los escritos de Maquiavelo, no sólo en El Príncipe, sino en un tratado más específico El arte de la guerra, publicado en 1521, en el que se pone en boca de Fabrizio Colonna una frase importante: «jamás he ejercido el arte militar como profesión, pues la mía es gobernar a mis ciudadanos y protegerlos; y para poder protegerlos, debo amar la paz y saber hacer la guerra». La afirmación anterior es una variante de una frase del Imperio Romano, «si quieres la paz, prepárate para la guerra», que tanta aceptación ha tenido y que sigue siendo repetida de una manera u otra9. Un ejemplo muy reciente lo tenemos en las decisiones de la Unión Europea orientadas a incrementar su potencial de armas y mejorar sus instituciones de coordinación para garantizar que se va a poder evitar un conflicto militar y lograr de ese modo la paz. Incluso se propone volver al servicio militar obligatorio. Basta leer los periódicos de los días en que escribo este artículo (abril 2024), para comprobar que son estrategias empleadas por grupos en conflicto relacionados con control de los recursos y del territorio; eso es lo que está ocurriendo el Cercano o Medio Oriente, con actores como Israel, Hamás/Palestina e Irán con la cooperación o respaldo de otros países, y es lo que sucede en otras confrontaciones bélicas que están muy activas aquí y ahora en diferentes áreas geográficas.

Federica Montseny en el mitin de la CNT en Barcelona en 1977. Foto: Manel Armengol. CC BY‐SA 2.0 Deed

Para entender mejor ese recorrido de la guerra desde el paleolítico hasta la actualidad es conveniente tener en cuenta las reflexiones de un importante pensador anarquista recientemente fallecido, David Graeber, quien, junto con su colega Wengrow, elaboraron el excelente trabajo: El amanecer de todo: Una nueva historia de la humanidad, libro publicado después de la muerte de Graeber, cuya tesis central, recogida en la cita anterior de los dos autores, sostiene que es erróneo pensar que hay una evolución que va desde sociedades igualitarias y cooperativas y nos lleva inevitablemente a sociedades competitivas y desiguales. Para entender bien la propuesta de Graeber y Wengrow, en especial del primero, conviene dejar claro que las guerras no son necesariamente impulsadas por la competencia natural o la agresión intrínseca de los seres humanos. En cambio, él sostiene que las guerras son más frecuentemente el resultado de sistemas de poder y dominación que a menudo se utilizan como herramientas para consolidar el control sobre los recursos, el territorio o la población. Graeber‐Wengrow también señalan cómo los estados y otras instituciones han perpetuado la idea de que la guerra es inevitable o natural, conscientes de que no es así, pero ese «mito» no deja de ser una forma de justificar su propio poder y autoridad y la «necesidad» de declarar una guerra en un momento adecuado. En resumen, Graeber argumenta que la guerra no es una parte intrínseca de la naturaleza humana, sino más bien un producto de sistemas sociales y políticos específicos, y que comprender esto es crucial para abordar y evitar conflictos violentos en el futuro.

En cierto sentido, la reflexión anterior está vinculada a la experiencia que la humanidad tuvo, desde la primera gran «Revolución», que inauguró el mundo contemporáneo, liderada por Oliver Cronwell, sustituyendo la monarquía inglesa por un protectorado hasta que, en parte por la gran violencia mostrada durante su protectorado incluida la decapitación del rey Carlos I, dio paso tras su muerte a una restauración de la monarquía. A esa revolución siguieron otras: la de las Trece Colonias y la Francesa y, ya en el siglo XX, las grandes revoluciones de Octubre de 1917, la del nacionalsocialismo en Alemania y las dos de Mao Zedong, en especial quizá la segunda, la Revolución cultural de 1966‐1969. Estas son las más conocidas y de mayor impacto, pero hay otras muchas revoluciones durante ese período en sitios muy diversos. Si bien la palabra revolución gozó de un cierto prestigio por hacer alusión a acabar con poderes tiránicos para organizar un mundo nuevo, la experiencia acumulada indica que los resultados no fueron demasiado positivos. Con frecuencia, las revoluciones fueron auténticas guerras civiles que ocasionaron demasiado daño y tuvieron un cierto aire próximo al milenarismo medieval: una revolución en la que los puros y los virtuosos erradican el mal, violencia incluida, de la sociedad y dan paso a un mundo mejor. La revolución de los Santos, es el título de un libro de Michael Walzer publicado en el 2008, pero más que revoluciones cruentas que no fueron siempre positivas. Como bien resume la presentación del libro por la editorial:

«La invención de un partido ideológico, que combina fanatismo con disciplina y que se orienta directamente a la construcción de la acción política, fue el más exitoso agente revolucionario que el mundo nunca tuvo. Ese instrumento de poder, utilizado por los bolcheviques y por los jacobinos, fue, sin embargo, producto del puritanismo calvinista, su más radical innovación. En su voluntad de destruir el viejo orden para instalar un mundo nuevo, los «santos calvinistas» fueron «políticos audaces, ingeniosos y despiadados, los primeros entre esos agentes autodisciplinados de la reconstrucción social y política que han aparecido tan frecuentemente en la historia moderna»

Hannah Arendt habló de los totalitarismos para relatar críticamente el triunfo del estalinismo en el caso de Rusia y del nazismo en el de Alemania. Hubo a lo largo de ese periodo un estallido duro de la violencia, en forma de guerras civiles y revoluciones, con una frontera difusa entre lo primero y lo segundo. En el caso concreto de España, se puede sostener con cierto rigor que en febrero de 1936 se inició una auténtica revolución liderada por los socialistas y los anarquistas españoles a la que respondió con dureza desmesurada la derecha dando un golpe de estado y provocando una guerra civil muy mortífera10. Nada refleja mejor la situación de guerra total que una frase de Federica Montseny en una de sus intervenciones durante el conflicto: «O matáis o nos matan». Esa frase fue la corta, y eficaz, arenga que Federico el Grande de Prusia usó para empujar a sus tropas al combate. Dura y clara es también la frase que el teórico Carl Schmitt pone al principio de su libro El concepto de lo político «la distinción propiamente política es la distinción entre el amigo y el enemigo», libro escrito en el período muy conflictivo de la República de Weimar. E incluso, como muchos analistas señalan, es la actual situación de la confrontación radical en política, promovida fundamentalmente desde la extrema derecha, pero con resonancias también contundentes en sectores de la izquierda, bajo los términos de «cultura de la cancelación» o wokismo11 algo muy próximo al puritanismo de los revolucionarios ingleses y los jacobinos.

El problema tanto de este puritanismo como del «mito» roussoniano es que ocultan los constantes esfuerzos realizados por el ser humano para ir resolviendo los conflictos y construyendo contextos más positivos de convivencia. Dan paso a un enfoque que resulta complicado, aunque es en gran parte inevitable: la distinción entre guerras justas e injustas. Algunos autores consideran que es mejor olvidarse de este planteamiento, puesto que al final permite legitimar cualquier guerra apelando a que ha sido forzada por las injusticias existentes, que resultan opresoras e insoportables para una parte de la nación frente a otra parte que ejerce el dominio, o de toda la nación frente a otras naciones que están poniendo en peligro su existencia.

Sin embargo, parece que es contraproducente rechazar esa valoración moral. Desde luego, es fácil reconocer que existen situaciones en las que sin duda hay un país que inicia una guerra de agresión o conquista sin ninguna causa justificada, por lo que parece que el país agredido puede responder de manera justa y proporcionada con la guerra. Pretenden evitar mayores males y pueden posteriormente, en caso de victoria, exigir reparaciones. Del mismo modo, desde siempre, pero con más fuerza desde el siglo XIX, se planteó la necesidad de elaborar un derecho internacional relacionado con lo que está permitido o prohibido en tiempos de guerra. No hay por el momento un acuerdo completo al respecto y están muy marcados tres enfoques: quienes defienden que hay guerras justas, cuando se dan circunstancias específicas; quienes consideran que ninguna guerra es justa; por último, quienes consideran que la guerra no deja de ser una continuación de la política con otros medios.12

No es de extrañar que en el siglo XX hayan surgido movimientos muy fuertes partidarios del pacifismo o de tácticas de desobediencia civil, quizá conscientes del riesgo de adoptar prácticas políticas violentas y excluyentes o también conscientes de que es difícil acabar mediante la violencia con los estados y gobiernos que, únicos poseedores fácticos del uso legítimo de la violencia, pueden con cierta facilidad derrotar a quienes se levantan contra ellos o simplemente dar paso a configuraciones políticas que acaban restaurando un sistema tan opresor y desigual como los que han caído derribados por la confrontación violenta de quienes se oponían a la injusticia.

Lo más probable, vista la evolución de la humanidad y la situación actual, es tener en cuenta que la guerra está lejos de desaparecer y más bien conviene asumir las consecuencias de que van a estar mucho tiempo con nosotros, posiblemente para siempre. Como veíamos al principio de estas reflexiones, no estamos biológicamente condenados a la guerra, pero sí tenemos rasgos que nos predisponen para ejercer la violencia activa y reactiva, como también tenemos rasgos que buscan la cooperación y el apoyo mutuo. Por otra parte es importante recordar que desde el principio de nuestra historia como especie ha habido un esfuerzo constante para resolver los problemas de convivencia y las divergencias sociales con mecanismos que no pusieran en riesgo total la existencia de las personas y la sociedad.13 Una máxima famosa como la del código de Hammurabi, «ojo por ojo y diente por diente», en su contexto, es un claro intento de restringir el castigo y la venganza, para no convertirlos en algo brutal y desproporcionado. Hechos como los juicios de Núremberg, la detención de Pinochet o la más reciente denuncia de Netanyahu en la Corte Penal Internacional indican que sí es posible avanzar hacia una condena de quienes participan en las guerras de un modo que excede completamente las justificaciones que puedan ofrecer alegando que se trata de esa violencia reactiva de la que hablábamos al principio.

Daños provocados por un ataque aéreo israelí en Gaza el 9 de octubre de 2023. Foto: Palestinian News & Information Agency (Wafa) in contract with APAimages. CC BY‐SA 3.0 Deed

Guerras ha habido ininterrumpidamente en diferentes épocas, en todas ellas con unos rasgos compartidos que explican que los manuales bélicos hayan repetido una vez tras otra algunos principios básicos. En el momento actual, en un mundo dominado por un único modelo de producción y organización, el capitalismo, las confrontaciones bélicas adquieren rasgos específicos, pero el capitalismo en sí mismo no es un régimen más belicoso que los que le precedieron. Guerras estrictamente capitalistas han sido las franco‐prusianas y las dos mundiales, en el sentido de que se han dado en contextos sociales, políticos y económicos de dominio claro del capitalismo. Los horrores de las dos guerras mundiales, en especial la segunda, es que tuvieron un coste desmesurado en vidas humanas y destrucciones de todo tipo: entre setenta y cien millones de muertos en dos guerras, quizá superadas, en cifras relativas, por las guerras del opio en China en 1839‐1886, con unos cincuenta millones de muertos. Conviene destacar que al final de la segunda se celebraron unos juicios ejemplares (aunque sólo se castigaron los comportamientos criminales de los políticos y militares del bando vencido, y nunca se celebró el juicio contra los grandes empresarios que apoyaron a Hitler), se logró la constitución de una Organización de las Naciones Unidas, con una voluntad de evitar futuras guerras, aunque la experiencia indica que no ha tenido demasiado éxito y ahora mismo, por ejemplo, nada se puede hacer para parar algo que en realidad no es una guerra, sino un genocidio contra la población de Gaza. No obstante, al margen de las limitaciones claras de la ONU, sería peor que desapareciera.

Del mismo modo, tras innumerables guerras entre países de Europa (en cierto sentido guerras civiles), la superación de esa confrontación tuvo como primer paso la creación de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero, una organización que pretendía controlar la competencia entre las grandes industrias de Europa, en especial francesas y alemanas. Y luego se creó, partiendo de esa base, la Unión Europea que ha proporcionado en estos momentos el período más largo de paz entre esos países de Europa a lo largo de toda su historia. Bien es cierto que no se han evitado guerras en Europa, algunas muy violentas, y que se ha generado una organización militar como la OTAN, controlada por Estados Unidos, lo que implica problemas serios, pero esa es la situación.

Dado que todos esos países tienen un sistema económico capitalista, actualmente en fase de capitalismo liberal radical, y un sistema político de democracias liberales, conviene tener en cuenta que ambos tienen rasgos específicos tanto en la guerra como en la calidad de la democracia liberal del país en el que se vive. Un primer rasgo específico de la guerra en el marco del capitalismo es la militarización de la economía: la guerra se convierte en una forma de mantener el sistema económico funcionando, pues las industrias de defensa y armamento son importantes fuentes de ingresos para las empresas capitalistas, que ganan más cuando hay conflictos, como podemos ver ahora mismo en el caso de Ucrania. Incluso han aparecido los mercenarios, es decir, empresas que hacen la guerra pagadas por un estado, como ocurrió en Irak y ahora está ocurriendo en el centro de África. Por otra parte, la competencia por los recursos naturales como el petróleo, el gas, los minerales, el agua…, pueden favorecer y mantener conflictos armados, algo que está sucediendo, por ejemplo, en el Sahel y África central. El acceso a minerales, agua y tierras fértiles puede llevar a conflictos armados entre países para asegurarse el control de esos recursos.

Las corporaciones privadas juegan un papel fundamental en la guerra, proporcionando servicios de seguridad, logística y tecnología militar a los gobiernos. Estas corporaciones pueden tener intereses comerciales en la guerra y pueden influir en la toma de decisiones políticas para asegurar contratos lucrativos. Desde luego, aunque esto ha ocurrido siempre, la desigualdad en el seno de los países hace que las clases económicas más vulnerables sufran en exceso los daños colaterales de la guerra, mientras que las élites económicas pueden beneficiarse económicamente de los conflictos armados.

En todo caso, para concluir este artículo, considero que es necesario volver a las posiciones de Graeber expuestas anteriormente. Todo lo anterior nos muestra lo que aquí y ahora es la guerra, con más de cien mil años de historia humana sin interrupciones duraderas de los conflictos militares. Pero aquí y ahora tenemos problemas específicos que proceden del hecho del triunfo completo del capitalismo como sistema de producción y configurador de unas específicas relaciones sociales de producción. Posiblemente el hilo conductor de las aportaciones de Graeber, tanto de su reflexión teórica como de su participación en movimientos encaminados a subvertir el actual estado de las cosas, se teje a partir de sus valiosas reflexiones sobre la prefiguración que acotan mejor las acciones que son pertinentes y las que no lo son en una sociedad dominada por el neocapitalismo liberal radical.

Desde luego, Graeber no era pacifista al menos no en el sentido de que tenía más bien claro que la no‐violencia activa no tiene un papel revolucionario. Él participó activamente en los movimientos de protesta generalizada contra el Foro Económico Mundial en 2002 y Ocupemos Wall Street en 2011, siendo además expulsado de su cátedra en Yale por defender al sindicato de los estudiantes. Las luchas civiles, por tanto, tienen valor para él y no está cercano a quienes, desde el anarquismo, consideran que ese tipo de tácticas terminan protegiendo al estado y está más cerca, quizá, de posiciones que, desde el anarquismo, ven que el uso de la violencia termina haciendo el juego al poder del estado.14 Su posición explora más bien las posibilidades de procesos constantes de acción directa, en los que la imaginación creativa busca fórmulas alternativas de organización, siendo esa imaginación la que desde las sociedades o grupos sociales del paleolítico, ha estado defendiendo y llevando a la práctica otro tipo de regulación de los conflictos y construcción de sociedades autogestionadas solidariamente.15 No olvidemos que elaboró con rigor lo que él llama la prefiguración, es decir, una táctica de lucha social que recuerda a la acción directa y la propaganda por el hecho, modos de intervención social en el anarcosindicalismo en diferentes momentos de su historia. Es un enfoque que irrumpe directamente en lo que hay, para prefigurar lo que queremos que haya, confiando en que es el modo de actuación que puede hacer que la práctica anarquista termine aproximándose a la transfiguración global.16


  1. García Moriyón, F. Asesinado por el anarquismo: anarquismo y violencia legítima. Bajo Palabra. Revista de Filosofía. II Época, Nº 15 (2017): 117‐134. ↩︎
  2. 2 Basta con leer un libro tan entretenido como provocador: Bergamino, G. y Palitta, G. (2018), Desastres militares. Errores, incompetencia, cobardía, arrogancia, Madrid, Tikal. ↩︎
  3. Sala, N., Pantoja‐Pérez, A., Gracia, A. & Arsuaga, J. L. (2022). Taphonomic‐forensic analysis of the hominin skulls from the Sima de los Huesos. The Anatomical Record, 1–19. ↩︎
  4. Fernández Crespo, Teresa (2023) Una nueva investigación prueba que la guerra en Europa tiene más de 5000 años. The Conversation. 02/01/2024 ↩︎
  5. Graeber, David y Wengrow, David. (2020) Cómo cambiar el curso de la historia humana, o al menos lo que ya pasó. El salto diario. Blog Antropología 15/09/2020. ↩︎
  6. Theofanopoulou, C.; Gastaldon, S.; O´Rourke, T.; Samuels,
    B. D.; Messner, A.; Tiago Martins, P. T.; Delogu, F.; Alamri, S., y Boeckx, C. «Self‐domestication in Homo sapiens: insights from comparative genomics». PLOS ONE, octubre 2017. ↩︎
  7. Wrangham, Richard. The Goodness Paradox How Evolution Made Us Both More and Less Violent. Londres. Profile Books (Edición de Kindle), 2019, cap. 12 “War”. ↩︎
  8. Ibidem, cap. 3 y 4. ↩︎
  9. Aznar Fernández‐Montesinos, F. (2020) “Vigencia del pensamiento de Maquiavelo sobre la guerra”, Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 22, núm. 44, pp. 359‐385. ↩︎
  10. Esa es la tesis que mantengo en mi libro Colectivizaciones campesinas y obreras en la Revolución Española, Madrid, Zero‐Zyx, 1978. ↩︎
  11. Malo, Pablo, Los peligros de la moralidad, Barcelona, Deusto, 2021 ↩︎
  12. García Moriyón, F. ¿Existen guerras justas y legítimas? Documentación Social, n. 182, 2019. pp. 111‐133. ↩︎
  13. Padilla, Mar: ¿Es inevitable la guerra para el ser humano? El País, 02/01/2024. ↩︎
  14. Gelderloos, P., Como la no violencia protege al Estado. Barcelona, Descontrol, 2016. ↩︎
  15. Gordon, Uri (2018), Prefigurative Politics, Catastrophe, and Hope. Does the Idea of “Prefiguration” Offer False Reassurance?. ↩︎
  16. García Moriyón, F., «Figurar, prefigurar, transfigurar». Acontecimiento Nº. 129, 2018. 54‐57. ↩︎

3 comentarios en “Una reflexión sobre la guerra desde el anarquismo

  1. Estimado Félix, buen artículo con el cual no coincido en alguna parte, como cuando indicas, referente a la idea del buen salvaje: «todo este enfoque influido por Rousseau y alimentado sistemáticamente por científicos y políticos de todo tipo, es simplemente falso, algo que dejan claro Graeber y Wengrow». El antropólogo David Graeber nos recordaba citando a otro antropólogo en su monumental obra cuasi-póstuma realizada junto al arqueólogo David Wengrow, que los seres humanos a lo largo de la inmensa prehistoria que precede a nuestra insignificante Historia se consideraron libres e iguales y se negaron a obedecer: “En un párrafo citado muy a menudo, Evans-Pritchard escribió: «Basta ver el más mínimo movimiento de cualquier nuer para comprender que se considera tan importante como su vecino. Andan pavoneándose como señores de la tierra, pues, en realidad, como tales se consideran. En su sociedad no hay amos ni criados, solo iguales que se consideran a sí mismos como la creación más noble de Dios. Su respeto mutuo contrasta con el desprecio que sienten hacia los otros pueblos. Entre ellos, la simple sospecha de una orden los enfurece y o bien no la obedecen o lo hacen con indiferencia y lentitud, lo que resulta más insultante que una negativa». (…). La libertad de abandonar la propia comunidad sabiendo que se será bienvenido en tierras lejanas; la libertad de pasar de unas estructuras sociales a otras, en función de la época del año; la libertad de desobedecer a las autoridades sin consecuencias… todas ellas parecen haber sido sencillamente dadas por supuestas entre nuestros ancestros lejanos, incluso si la mayoría de las personas no las encuentra concebibles hoy en día[1]”. Luego un cierto anarcoprimitivismo retomado por el postanarquismo parece avalado por la experiencia antropológica, paleontológica y arqueológica, quedando expuesto en el voluminoso libro de Graeber. La Edad Dorada o el buen salvaje son una exageración bucólica cierto, pero son igualmente una metáfora de que cuantas menos jerarquías e imposiciones, menos violencia hubo y habrá en una comunidad de seres humanos. ([1] David Graeber & David Wengrow El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad. Editorial Ariel. Barcelona 2022, p.188 y p.189). Graeber era pacifista, pero como buen pacifista anarquista, sabía ser insurreccional de ser necesario.

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  2. Se destaca de tu artículo el aserto: ««en […] el paleolítico […] se llegaba a la ejecución de las personas que atentaban contra el equilibrio del grupo»», alusión a una pena de muerte que, si seguimos a Graeber, habríamos de considerar muy poco frecuente o casi inexistente, dado que, preferentemente, se estilaría el ostracismo, esto es, la expulsión de la comunidad o que “quien atentase contra el equilibrio del grupo” se marchase por voluntad propia o se le invitase a dejar la comunidad. Al ser libres de irse y libres de asentarse con otros grupos abundarían más los grupos de afinidad que los desequilibrados, pudiera colegirse, de modo que no sería nada frecuente violentar a alguien del mismo grupo. Así, también en esa línea Levy-Strauss ya destacó, que, la mayoría de los primitivos, verían con máximo horror nuestras cárceles, ya que, como mayor castigo, entenderían, que la expulsión de la comunidad seria suficiente.

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