Maribel Ziga: una autodefensa que no tiene ese nombre

Raquel Miralles

En su libro Autodefensa. Una filosofía de la violencia, la pensadora Elsa Dorlin distingue entre dos nociones que tienden a confundirse o considerarse bajo el mismo estatuto: se trata de la legítima defensa, por un lado, y de la autodefensa, por el otro.

Ligada a los fundamentos del Estado de Derecho, la legítima defensa asume que un sujeto cuya existencia pueda verse amenazada está amparado por la ley, en situaciones concretas y de orden absolutamente excepcional, a hacer uso de la violencia con tal de preservar su vida. La legítima defensa, por lo tanto, presupone un escenario violento y una situación excepcional que rompe con el orden de la normalidad. Ante esa amenaza vital, el Estado reconoce el estatuto de un sujeto que puede e, incluso, debe defenderse para preservar su integridad. El ejemplo más claro de legítima defensa es el del hombre blanco estadounidense, padre de familia y de clase media‐alta que puede armarse y disparar contra aquel que deambule por las cercanías de su vivienda al considerarlo una amenaza. Bajo su mirada, el peligro siempre lo constituye un sujeto racializado y subalterno.

Pintada en el Barrio de Judimendi de Vitoria‐Gasteiz / Foto: Mentxuwiki.CC BY‐SA 4.0 Deed

La autodefensa, en cambio, no es tan sencilla de definir, entre otras cosas porque no existe un marco histórico y jurídico que la delimite, ni un sujeto reconocido para practicarla. Según Elsa Dorlin, la autodefensa no siempre se activa ante una situación excepcional, sino que puede surgir como consecuencia de una violencia extendida, normalizada, invisibilizada y amparada por un sistema de poder que no cesa en su dominio. En ocasiones, puede tratarse de una acción directa, bien estratégica y organizada o espontánea frente a la acumulación de una violencia sistematizada. Otras veces, aparece en forma de resistencias corporales, músculos que se activan, cuerpos que se agitan y tensionan frente a experiencias de dominación cotidianas que aparecen en la intimidad de una habitación, en la entrada del metro o en una reunión familiar. Se trata de una autodefensa que no tiene etiqueta ni lenguaje, que aparece como respuesta coporal frente a un orden de dominio dado o que, como concluye la autora en el prólogo, «no termina cuando se detiene el momento de la movilización política más temida, sino que deriva de una experiencia que se vive en continuo, de una fenomenología de la violencia»1. Frente a ese régimen de la violencia, el trabajo de Elsa Dorlin consiste en acceder a través de la genealogía a un archivo de cuerpos dominados que se resisten, a pesar de que históricamente no hayan tenido el reconocimiento, en base al derecho y el privilegio de defenderse o armarse.

Partiendo del trabajo de Autodefensa. Una filosofía de la violencia, de Elsa Dorlin, me propongo analizar el caso de Maribel Ziga como la puesta en práctica de una autodefensa que no tiene nombre ni reconocimiento. Para ello, me gustaría poner a dialogar algunas de las conclusiones de Elsa Dorlin con el libro en el que Itziar Ziga narra la feliz y violenta vida de Maribel Ziga, su madre. Ambos trabajos permiten construir otra narrativa que confronta la retórica victimizante ligada a las mujeres violentadas dentro del marco del hogar o de la pareja.

En La feliz y violenta vida de Maribel Ziga, Itziar Ziga, hija de Maribel, explora sus recuerdos de infancia y adolescencia para narrar la relación de violencia que su padre ejerció sobre su madre -y por lo tanto también sobre su hermana y la propia autora- desde 1964 hasta que se separaron a finales de los años 80. Maribel, nacida el mismo año de la victoria de Franco y criada bajo la asfixia de una dictadura, no pudo separarse antes porque ni siquiera estaba legalizado el divorcio en España. En su libro, Itziar Ziga denuncia las dificultades y precariedades estructurales que tantas mujeres como Maribel tuvieron que asumir durante décadas para sostener finalmente que «ninguna mujer elige ser maltratada, pero todo está montado para que nos cueste horrores, incluso la vida, dejar de serlo»2. La violencia que recibió Maribel Ziga estaba respaldada por un sistema que la desprotegió física, material y legalmente. A pesar de haber trabajado toda su vida en su hogar y en la pescadería que regentaba Ziga, como tantas otras mujeres, murió pobre y endeudada.

Fotografía de Maribel Ziga

Para la mujer violentada en el marco del hogar no parece que haya existido un mecanismo legal en el que ampararse como el de la legítima defensa. Al contrario, el relato dominante en torno a la mujer maltratada es una construcción radicalizada de la esposa ideal o de la madre sacrificada: destinada a la complacencia y al cuidado de los otros, su función es mantener la estructura familiar cueste lo que cueste. Instalada en la pasividad, aguanta ciegamente lo que otras no aguantarían. Frente a la violencia activa del hombre y ante la incomprensión de todo su entorno, la mujer maltratada se instala en la inacción. Bajo este imaginario, se han construido numerosas campañas de prevención de violencia de género en las que siempre se insta a la mujer a actuar (una de las más claras es la campaña del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad en 2012 que decía «Mamá, hazlo por nosotros, actúa», destacando especialmente la palabra ‘actúa’). Este relato victimizante especialmente ligado a la violencia y a los abusos ejercidos dentro del marco de la pareja, coloca simbólicamente a las mujeres violentadas en una posición indefensa y pasiva, incluso después de haberse separado. El libro de Itziar Ziga acaba precisamente con esa constatación: «he conjurado en mi vida y en mis escritos el estigma puta, pero es el estigma maltratada el que no he visto venir, aunque impactara dolorosamente en mis entrañas. El estigma puta te deforma en mala mujer, el estigma víctima te rebaja a mujer derrotada»3.

En Autodefensa. Una filosofía de la violencia Elsa Dorlin concibe una fenomenología de la presa para narrar, a partir de la novela Dirty Weekend de Helen Zahavi, qué mecanismos operan ante una situación de violencia continuada que debe soportarse por todos los medios. Según Dorlin, ante la situación de presa, aparecen todo tipo de emociones, malestares, miedos, angustias y expresiones corporales que moldean el mundo que se habita y su forma de estar en él. Contrariamente al relato dominante de la mujer maltratada, Elsa Dorlin define esas respuestas corporales como «resistencias imperceptibles que ha desplegado para atravesar y vivir dentro de esas violencias».4 Quien se encuentra en la situación de presa, lejos de ser una víctima inerme frente a la potencia de su agresor, es desde «hace mucho tiempo una experta en la autodefensa, una autodefensa que no tiene ese nombre, ni ese rótulo, ni ese prestigio».

En La feliz y violenta vida de Maribel Ziga se nos revelan infinidad de estrategias cotidianas que, lejos de la narrativa habitual asociada a la mujer maltratada, muestran que Maribel no sucumbió completamente a la violencia. Itziar Ziga recuerda cómo su madre, su hermana y ella misma, sabían distinguir con precisión el estado en el que se encontraba su padre o en qué actitud entraba por la puerta de casa y en algunas ocasiones podían anticiparse a sus movimientos. Las tres evitaban estratégicamente entrar en la habitación en la que se encerraba y lo rehuían como podían. Durante los años que duró esa relación, Maribel no fue una víctima pasiva e inerme frente a su dominio, sino que aprendió a examinarlo, a negociar con él, a desactivarlo y resistirlo, a pesar de la violencia. Mientras convivieron juntos, trató de separarse varias veces de él y no renunció al vínculo con sus amigas. Para Elsa Dorlin, esas estrategias «son técnicas de «combate real» que no son reconocidas como tales».5

A las mujeres, no solo no se nos enseña a defendernos, sino que ni siquiera se nos reconoce la posibilidad de hacerlo. En esa negación de la defensa, inventamos creativamente estrategias de autodefensa que no necesariamente están ligadas a la potencialidad de una acción radical y disruptiva, sino que son el resultado de pequeños gestos cotidianos aprendidos bajo la influencia de la violencia. Allí donde los relatos dominantes ven una víctima pasiva e inerme, el feminismo nos permite observar y nombrar qué estrategias invisibilizadas desplegamos corporalmente ante situaciones de violencia y cómo sobrevivimos a ellas.


  1. Dorlin, Elsa. Autodefensa una filosofía de la violencia. Tafalla: Txalaparta, 2019, p. 30 ↩︎
  2.  Ziga, Itziar. La feliz y violenta vida de Maribel Ziga. Santa Cruz de Tenerife: Ediciones Melusina, 2020, p. 113 ↩︎
  3. Ibídem. ↩︎
  4. Ibídem. ↩︎
  5. Dorlin, op. cit., p. 304 ↩︎

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *