Jesús Manso
Mis vecinos ya se han mudado a otra casa. A un piso a la medida de sus necesidades, dejando atrás la casa de la infancia de sus hijos, aquella que ahora exige más de lo que aporta ‑aunque tanto dio‑. Con valentía han clausurado una etapa, una época, el fin de una era en la que ellos eran los únicos padres, siéndolo ahora también sus hijos, lo que les convierte en abuelos ‑porque ser abuelo es que tu hijo llegue donde tú llegaste, a dar vida, y como consuelo a la evidencia del paso del tiempo, éste te brinda los nietos, que tanto endulzan, en los que tanto te ves reflejado‑.
Acudo a la llamada de mi madre para llevarnos los despojos de lo que fue; el testimonio de la vida que al fin y al cabo es prescindible ‑siempre hay cosas que tienen que quedar fuera de la criba, fuera de lo que salvamos de la vida de la que huimos como de un incendio, porque para pasar página no nos podemos llevar toda y cada una de las letras de esa historia a cuestas con nosotros‑.
Ya es la segunda vez que acudo a casas que se venden a arramplar con libros, casas en las que hay un trozo de mi vida, casas que con su venta clausuran una puerta hacia el pasado, hacia mi pasado, y que serán pobladas por nuevas historias y personas ‑al fin y al cabo, vivir también consiste en dejar hueco a los que están por venir, a lo que está por venir‑.
Recuerdo lo que me impresionaba esa casa que para mí era una mansión. La contemplaba como un baluarte, como un castillo símbolo de prosperidad y bonanza. La cristalización del éxito económico y vital. Adosar dos adosados, no conformarse con uno. Poderío y posibilidad de dar a los tuyos el espacio que crees que merecen ‑una galaxia, y como escapa a tus posibilidades, un castillo‑.
Recuerdo celebrar en esa casa alguna festividad navideña ‑noche buena o año nuevo‑. Ese jardín laberíntico en el que me perdía entre sus estatuas románticas. Ese sótano inmenso, que me intimidaba como unas catacumbas en las que podía oír el eco de mis pasos. El tablero de ajedrez y sus rutilantes piezas en el salón. Una película en la televisión en la que lloraba sangre una virgen despertando mi miedo a lo sagrado. Una puerta, junto a aquella que daba al salón desde la cocina, que no sabía muy bien a dónde iba a parar… Eso era esa casa. Algo inabarcable. Solemne como un castillo. Algo sobredimensionado, como el mundo a los ojos de un niño.
Ahora entro en esa casa ‑la puerta está abierta‑ a la que se accede directamente a la cocina, y está desalojada, desprovista de vida. Y lejos de parecer más amplia y abismal por la ausencia de mobiliario, su vacío se me antoja angosto, superpuesto, tan sólo mármol y espacios barridos con tan sólo alzar la vista. El jardín al que tantas ganas tenía de volver ‑por ser el escenario dorado de un recuerdo de infancia‑ se me revela desnudo, con la impudorosa simplicidad de la geometría. Y como todo lo agridulce siempre conserva su punto de ironía, los únicos supervivientes son una serie de macetas, recipientes en los que albergar tierra y raíces ‑arraigo‑. Mi madre me dice que me deshaga de la tierra de las macetas. «Son todo raíces», responde. ¿Y cómo no iban a serlo? ¿Qué queda de toda una vida, si no son las raíces? ¿Se guardaron las plantas para el último lugar, por lo difícil que nos resulta arrancar una raíz?
No hay que ser alarmistas. Ahora hay otra tierra, otras raíces. También viene bien de vez cuando algo de aire fresco ‑las raíces necesitan aire‑ pero siguen vendiéndose casas, desvalijando recuerdos y momentos, y yo sigo aquí, en ninguna parte, empeñado en narrar algo que tal vez no importe a nadie.
Dejo en el porche de nuestra casa las ánforas desterradas, y ando cargado de bolsas llenas de tierra, raíces y brotes ‑el plástico embalsama la vida que fue‑ que tiro al contendor de residuos orgánicos ‑entierro de la tierra, sin ceremonia, ritual ni réquiem‑. Mi madre también habla de deshacerse de la casa, que ya es una carga, que se le queda grande. Pero en el fondo reconoce que no podría, su síndrome de Diógenes emocional le impide tirar todo aquello que fue testigo del pasado, memoria figurada, cerrar la puerta para siempre a un momento de su vida. Mi madre está hecha de luz ‑no gusta del negro de los lutos‑. Incapaz de deshacerse de personas ‑miedo al duelo, horror vacui de la carne‑ porque en el fondo sabe que lo único que tenemos es los unos a los otros. Que cuando alguien se va, una parte de ti se va con ellos. Que despedirte de alguien es no volver a verte de alguna forma, es morir un poco ‑y ninguno queremos morir, aunque sea un poco‑.
Y aquí seguimos. Mi madre incapaz de soltar y dejar ir ‑le duran los duelos por nuestras exparejas más que a nosotros mismos‑ .Yo con pavor de empezar a vivir mi propia vida. Su mal es el pasado ‑porque se ha ido‑. Mi mal es el futuro ‑porque no quiero que llegue‑. Me pide lo siento porque me llamó por teléfono, para que la ayudase con las macetas, y no me respondió por tener los auriculares inalámbricos conectados. Se ríe y me dice que en el fondo somos iguales. Asiento y le digo «Sí. Dos seres disfuncionales». Rápidamente modera mi dramatismo con un «no creo yo que sea para tanto» o «tampoco exageres». Ahora, con la serenidad que me brinda la literatura y la mirada que me presta, apostillo: «Dos seres disfuncionales. Que funcionan de maravilla».
Hay un fenómeno que no puedo dejar de narrar, porque sólo creo en su posibilidad en tanto que acontece. Chavales más fachas que sus padres, en una suerte de respuesta agresiva a movimientos emancipatorios que eran tan necesarios, que perciben como una amenaza, tal vez porque señalan lo inapropiado de sus conductas y palabras. Machistas, xenófobos, misóginos, clasistas ‑intolerantes en general‑, que ven y juzgan el mundo desde una posición privilegiada que los aleja de cualquier tipo de empatía hacia el otro en tanto no sea católico, blanco, occidental, heterosexual ‑normativo, en resumidas cuentas‑. La norma como fascismo, como violencia, en tanto que establece lo que es aceptable, tolerable, digno de existir y ser visto; una forma de amputar la realidad, de constreñirla a una cosmovisión que empieza en su frente ‑que rara vez llega a los dos dedos‑ y acaba en su ombligo. Luego me hablan de progreso, de la necesidad de seguir creciendo económicamente, mientras la incultura es una enfermedad endémica en mi ciudad, mientras seguimos sin reconocernos entre nosotros. Los libros que quemasteis nunca ardieron tan bien como ahora ‑que ni hace falta quemarlos‑. Un desprecio a la memoria, a lo que somos. Parece que no nos importa de dónde venimos, y nos dirigimos a ninguna parte. Parece que los medios se han convertido en fines y los fines en medios. El producir por producir hasta que no haya soporte que sostenga lo construido. El capitalismo como una hidra iderrocable, que se apropia de cualquier iniciativa anticapitalista y luego te la vende. La idolatrización de la imagen y el espectáculo, desposeyéndonos de nuestro tiempo, mientras la vida pasa por delante de nuestras narices sin ser vista. ¿Vamos a permitir que nos arrebaten lo más valioso ‑y único‑ que tenemos?
Viendo porno en la pantalla. Viendo como deshumanizan a mujeres; como deserotizan el sexo. Eros llora en algún lugar del cuarto. Esto lo escribo después de masturbarme. Sexo sin responsabilidad afectiva. Aséptico. Papel higiénico y jabón. Sin más huella o mancha que la que deja el semen tras eyacular. Deshacerte de las pruebas del delito, tras lo cual hacer como si nada hubiese pasado. Cerrar el portátil y acabar masturbándote con la imaginación ‑el porno no rebasa mis deseos‑.
Quién piensa en la vida de esas mujeres. Algunas parecen niñas ‑es terrorífico‑. Vivimos en una sociedad enferma. Quién en su sano juicio disfrutaría viendo a dos personas en el acto frío y maquinal de introducir un pene en una vagina ‑porque eso, por mucha que se le parezca, no merece ser llamado sexo‑.¿Por qué me excito viendo esa basura? Tánatos disfrazado de eros.
Hay días que pierdo la fe ‑últimamente muy a menudo‑. Que la utilidad invade a la estética, y me pregunto «esto para qué sirve». Soy hijo de la pragmática y la lucha contra el todo tiene que servir para algo. Se libran guerras en mi interior que devastan mi esperanza. Días en que la poesía es sólo un puñado de palabras escritas en un folio; en que las palabras se me antojan extrañas y desabridas. Realmente, ¿sirve esto de algo?
Pero seguiré regando estas tierras yermas, hasta que consiga que arraiguen brotes verdes en la arena. Sólo tengo un sentido, y es no callarme. Porque en el momento que me callen sólo habrá nada, ya no podré utilizar las palabras para engañarme. El día que pierda la palabra no dejaré de perderme. Necesito la palabra, para así poder buscarme.
No estoy pidiendo socorro, porque nadie puede ayudarme. Porque en estos abismos sólo yo puedo sondearme.
me gusta como escribes
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