Al Ladro! Anarchismo e filosofia. Salvo Vaccaro

Salvo Vaccaro es profesor en la Universidad de Palermo. Ha dedicado varios de sus libros al pensamiento anarquista.

Traducción de Álvaro Carvajal

Intervención de Salvo Vaccaro en el debate con Catherine Malabou, celebrado en el Instituto Francés de Milán en febrero 2024, con ocasión de la publicación de la versión italiana de su libro: Au voleur! Anarchisme et philosophie1 por la editorial libertaria Eleuthéra.

Es fácil pensar en el anarquismo como una teoría política surgida en la irrupción moderna de la ilustración racional contra la oscuridad de los dogmas religiosos, de la teología política que inspiraba la teoría y la práctica de la soberanía absoluta, primero, y constitucional, después. Una forma extrema de la carga política de la Ilustración respecto de otras teorías políticas contemporáneas, como el liberalismo y el socialismo, primero utópico y luego marxiano. Y como tal, a más de un par de siglos de distancia, destinada a verse desgastada por el tiempo, a la anulación posmoderna con la que se pretenden liquidar las certezas de una razón ciega e hiperpoderosa ya denunciada en su aporía constitutiva por Adorno y Horkheimer.

Esta profecía facilona es detalladamente refutada por Catherine Malabou, que en la investigación que culminó en el libro ¡Al ladrón! Anarquismo y filosofía demuestra cómo, a pesar de la hegemonía del marxismo en la cultura europea del siglo XX, a pesar de la liquidación del anarquismo tanto desde el punto de vista teórico —la acusación de infantilismo que lanzara Lenin, ¡desde qué púlpito!— como desde el punto de vista político —desde la majnóvschina en la Rusia revolucionaria a la España de 1936, cuya revolución libertaria fue sofocada por el estalinismo, allanando el camino hacia la Segunda  Guerra Mundial—, un segmento sustancial de la filosofía y de la filosofía política del siglo XX, y de este segmento la parte seguramente más radical, habría desarrollado una reflexión cuerpo a cuerpo con el pensamiento anarquista, mezclándose con él, chupándole la sangre vital, reelaborándolo e innovándolo de una manera interesante y fecunda, «robándole» elementos cruciales y, al final, negando el lado absolutamente político del propio anarquismo.

Si observamos esta misma tendencia cultural en lo que toca a la acción política, no nos debe extrañar que desde hace décadas toda acción social y política que irrumpe en la escena histórica y en la geografía de los territorios del planeta con alguna novedad que la haga destacar en el panorama de los acontecimientos y digna de ser tenida en cuenta se vista de métodos y de ethos libertarios, sea en sus aspectos organizativos, sea en la forma de asociación, sea en los usos y en las prácticas discursivas, sobre todo en aquella parte de la civilización occidental en la que la caída del muro de Berlín ha marcado, simbólicamente, el fin de la bipolaridad geopolítica, la evanescencia de la seducción marxista y el colapso de los sistemas de partidos. Los movimientos surgidos de la larga onda del conocido año de 1968 —a pesar del giro autoritario impreso por la táctica leninista de la lucha armada— han adoptado prácticas libertarias: desde los Black Bloc dispersos por todas partes a Occupy Wall Street, de los Indignados a los Sìglobal (hostiles a la falsa globalización totalmente mercantilista del neoliberalismo que ha negado la globalización planetaria de los vínculos humanos, sociales y de especie, algo que hoy, cuando se ha puesto en entredicho el futuro de la tierra, resulta evidente), de Marcos en las alturas de Chiapas a Rojava en las alturas kurdas.

Malabou toma nota de la escisión de aquello que se debería encontrar unido, esto es, el plano filosófico de la anarquía como negación del fundamento originario que inspira la narración sempiterna del privilegio igualmente originario del mando; y el plano discursivo de la práctica anarquista que se efectúa, sobre todo, en el ámbito de la negación de la autoridad, dejando fuera, creería que culpablemente, el plano de la reflexión filosófica, que todavía resulta imprescindible para desvelar un imaginario encerrado en el arkhé. E indaga en las motivaciones por las que Reiner Schürmann, Emmanuel Lévinas, Jacques Derrida, Michel Foucault, Giorgio Agamben y Jacques Rancière, se enfrentaron cada uno en su propio y particular recorrido de investigación, a la cuestión del arkhé, y en la razón de su negación an-árquica, rastreando las fallas filosóficas que les impidieron a estos pensadores conjugar la filosofía an-árquica con la práctica teórica de la anarquía política, social y, sobre todo, a mi parecer, ética. Con respecto a la ausencia de una práctica anárquica, que antes se habría llamado militante, en tales autores, los contextos históricos, las formaciones teóricas, las experiencias políticas podrían haber intervenido para sugerir una explicación de hecho, superficial, pero que Malabou acertadamente desatiende al detenerse en la denegación puramente filosófica.

Obviamente, en la obra de Malabou los autores individualizados habrían estado en buena compañía con Walter Benjamin, Simone Weil, Hannah Arendt, Claude Lefort, Gilles Deleuze, Cornelius Castoriadis, Miguel Abensour, o Judith Butler, es decir, con otros filósofos y otras filósofas del siglo XX, como los primeros igualmente no anarquistas, pero que, sin embargo, han reflexionado y pensado sobre el anarquismo fuera de un ostracismo prejuicioso. La denegación no se puede solo rastrear en la fascinación fantasmagórica, como si se tratara de un agujero negro en el que hay que evitar caer. También se puede encontrar en el ámbito de la práctica política, de la construcción, esto es, de un régimen discursivo anarquista, efectuado de manera más o menos consciente en los movimientos anarquistas, los cuales, por su parte, han alargado, y no restringido, la brecha entre la anarquía filosófica y la anarquía política.

En primer lugar, por tanto, se debe registrar, y no subestimar, el desfase temporal y contextual que existe entre la conceptualización de la anarquía que se remonta a la filosofía griega y se prolonga durante siglos hasta la definición de la práctica política anarquista que se retrotrae a época moderna, cuando este pensamiento adquirió legitimidad para traducirse en una práctica transformadora del mundo y no solo en una actividad contemplativa. Es precisamente este desajuste lo que ha permitido la afirmación de una concepción no solo distorsionada, desde un punto de vista léxico, y mistificadora de la anarquía y del anarquismo, que han llevado a cabo no tanto los improbables «rivales» políticos, sino, sobre todo, los filósofos horrorizados frente al abismo de una negación radical del arkhé funcional a servir como fundamento de legitimidad del orden político en sentido estricto. La defensa moderna del significado etimológico correcto de la anarquía ha encontrado así en cierta práctica filosófica el objeto con el que contrastarse, llegando así a madurar una actitud teórica cuya conexión con la acción política es gratificante en comparación con la actividad reflexiva de la filosofía, que por otra parte se confunde a menudo con la mera contemplación pasiva de lo existente y del modo de estar en el mundo.

En segundo lugar, no se debe olvidar que la hipótesis del fundamento anárquico de todo marco normativo que fije el estatus filosófico de una práctica política priva al anarquismo político de un criterio unívoco de asignación de identidad segura a toda forma de pensamiento-acción que se refiera a él. Así, ha madurado la convicción según la cual ningún anarquista asigna patentes de identidad y de que el criterio de discernimiento no es de signo político o teórico, sino, más bien, exclusivamente ético, es decir, en el anhelo de una conjunción entre la acción y el pensamiento en el sentido de su coherencia intrínseca. Ética en el sentido de ethos, esto es, de conducta individual y colectiva en línea con el diagrama de estilos y formas de vida —en algunos aspectos ascética— que se valora en el planteamiento anarquista.

En tercer lugar, sin embargo, no es solo causalidad que en el panteón del anarquismo político se encuentren autores, algunos de los cuáles son también filósofos, aunque no necesariamente, cuya producción teórica se conoce estrictamente y se ha visto legitimada por una práctica política coherente de naturaleza militante: es el caso de Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Goldman o Malatesta, por citar a algunos de los más significativos, acreditados y reconocidos maestros del anarquismo quienes, en la unidad del pensamiento y la acción, conjugaron su propia identificación personal como anarquistas ­—hoy podríamos añadir, si bien menos clásicos por razones obvias, a Clastres (quizás), Bookchin y Graeber. Quienes no lo han reconocido son otros tales como, por ejemplo, Godwin, Stirner, Sorel, y muchos otros desde los tiempos de La Boétie (que seguramente fuera el más innovador, dada la época en la que elaboró y escribió, así como por ser el primero que vislumbró la fragilidad contingente y constitutiva de la autoridad política que descansaba sobre la voluntad de servir, alejada de la cual el soberano resta desnudo y solo). Tampoco se reconoce a los autores que Malabou toma en consideración, que han abordado la filosofía anarquista sin ser anarquistas, sin tomar partido de ninguna manera dentro de la constelación anarquista —que es plural y variada por definición y por contexto histórico-geográfico— y sin llevar a la práctica la lucha libertaria (con la excepción, no obstante, de Foucault).

Nos encontramos, pues, frente a una doble negación, que debilita la potencia de la crítica anarquista sea sobre el aspecto filosófico, sea sobre el aspecto más estrictamente político. Como ha demostrado Malabou, el carácter incompleto de la crítica filosófica anarquista se detiene en el umbral de un imaginario radicalmente abierto sobre el abismo de la ausencia de fundamento, mientras que la incertidumbre del anarquismo político, en su confrontación con las aproximaciones teórico-filosóficas, trunca la crítica de la autoridad política frente al recurso de legitimidad radicado en el inconsciente colectivo, esto es, el arkhé como origen ineludible del justo derecho de mando que se remonta en la noche de los tiempos. La falta de una unión conjunta y convergente, si bien dentro de su respectiva autonomía de estrategia conceptual de destitución del sentido, entre arkhé filosófica y arkhé política, redimensiona el poder de lo negativo, relegando sobre todo a la crítica filosófica a una de las variantes del pensamiento que no tienen efecto alguno en el mundo del trabajo, mientras que la crítica política se reduje a una ideología de la modernidad, como tal superada por la hipermodernidad, en la que pierde su sentido y su agarre con el mundo.

No creo que sea un riesgo intelectual considerar que el único, entre los autores que ha analizado Malabou, que hizo un esfuerzo conceptual, incluso antes que político, por salvar la brecha entre la filosofía y la política fue Foucault. Al declinar el nexo entre la filosofía y la política, respectivamente bajo el signo de la verdad del saber y de la necesidad del poder, de una manera original, llegó a acuñar el término inédito de anarqueología, una crasis léxica como, por ejemplo, por mencionar otro caso, la que dio lugar al término gubernamentalidad. Foucault, de hecho, se pregunta: «¿Qué puede decir el vínculo voluntario con la verdad sobre el vínculo involuntario que nos hace adherirnos y plegarnos al poder?». Pero, con mayor fuerza, inmediatamente después invierte la pregunta y se cuestiona: «¿qué puede decirnos el cuestionamiento sistemático, voluntario, teórico y práctico del poder en relación con el sujeto de conocimiento y el vínculo con la verdad a la que este se encuentra involuntariamente atado […] Dada mi voluntad, decisión y esfuerzo de escoger el vínculo que me une al poder, ¿qué hay entonces del sujeto del conocimiento y de la verdad […] Es el movimiento por liberarse del poder lo que debe actuar como revelación de la transformación del sujeto y de la relación que mantiene con la verdad».

La relación entre saber y poder, entre sujeto y verdad, es así analizado desde una perspectiva radical, en sentido literal, que se diferencia del escepticismo o de la suspensión del juicio, y que se relaciona con una postura ethopolítica, con una «actitud que consiste, sobre todo, en decir que ningún poder va de suyo, que ningún poder, sea cual sea, es evidente o inevitable, que ningún poder, en consecuencia, merece ser aceptado desde el principio del juego. No existe una legitimidad intrínseca al poder, puesto que ningún poder se fundamenta en el derecho o por necesidad, dado que todo poder se apoya siempre y exclusivamente sobre la contingencia y sobre la fragilidad de una historia, que el contrato social es un bluf y la sociedad civil una fábula para niños, que no existe ningún derecho universal, inmediato y evidente, que sea capaz de sostener en cualquier lugar y para siempre una relación de poder, sea cual sea».

La conjunción entre la investigación filosófica y la crítica política se deposita así en la afirmación según la cual el otro camino filosófico de Foucault, «lateral y a contracorriente», incluso respecto de las filosofías de la duda metódica que socavan la insolubilidad granítica de la verdad heredada, «consiste en intentar poner en juego sistemáticamente no la suspensión de toda certeza, sino la no necesidad del poder, sea cual sea». «Es la anarquía, el anarquismo», anticipa el propio Foucault la idea, el concepto, el nombre que imagino que los presentes en el Collège de France aquel 30 de enero de 1980 se habrían susurrado a sí mismos o a su vecino mientras escuchaban esta inversión de la perspectiva.

Aunque no encontrara nada malo en el uso de este término —lo había ya dicho con ocasión de una conferencia en la Sociedad Francesa de Filosofía casi un par de años antes, exactamente el 27 de mayo de 19782— y admitiendo la posibilidad de reconsiderar una interpretación «un tanto grosera» y aproximativa, Foucault rechaza el estereotipo según el cual la tesis anarquista postula que el poder es esencialmente malvado, poniéndose como objetivo último su abolición definitiva. «Para empezar, no se trata de avanzar hacia una sociedad exenta de relaciones de poder como conclusión de un proyecto. Al contrario, se trata de situar el no-poder, o la no-aceptabilidad del poder no como conclusión de la empresa, sino al principio del trabajo, en la forma de un cuestionamiento de todas las formas en las que el poder es efectivamente aceptado. En segundo lugar, no se trata de decir que todo poder es malvado, sino de partir de la idea de que ningún poder, sea cual sea, sea aceptable de pleno derecho y sea absoluta y definitivamente inevitable».

La actitud anarquista en Foucault siente el aguijón de la lucidez de un ethos que pasa de una postura filosófica a una práctica política, de una negación filosófica a una negación política sin solución de continuidad, desdibujándose en el sentir tradicional del anarquismo, pero siempre desde dentro de su aire de familia. «En otras palabras, la posición que asumo no excluye absolutamente el anarquismo —y, en el fondo, una vez más, ¿por qué la anarquía sería tan despreciable? Lo es automáticamente, quizá, para quienes admiten que siempre existe necesariamente, esencialmente, algo así como un poder aceptable […] Se trata de una actitud teórico-práctico relativa a la no necesidad de todo poder, y para distinguir esta posición teórico-práctica sobre la no-necesidad del poder como principio de inteligibilidad del saber mismo, en vez de usar el término “anarquía” o anarquismo”, que no serían adecuados, hago un juego de palabras […] Propondría, pues, una suerte de anarqueología»3.

Más allá del juego lingüístico, el término designa precisamente tanto la negación filosófica del arkhé como sustrato fundacional de toda empresa de pensamiento que pretenda negar su contingencia para auto-definirse como universal y supra-histórico; como, en el contexto esbozado por Foucault —cuyas lecciones, vale la pena recordarlo, estaban lejos de ser fruto de una oralidad espontánea, aunque erudita, siendo en su mayor parte meditadas y escritas con anterioridad—, el ethos afirmativo de una posición  teórico práctica, y por tanto política, que sutura el hiato denunciado por Malabou. Refutando que la anarquía sea un telos más o menos alcanzable, una ou-topia que un día devendrá en eu-topia realizada, Foucault efectúa un desplazamiento crucial, planteando la anarquía como rechazo del arkhé al mismo tiempo que pone el arkhé como estrategia conceptual y política para imponer una condición de dominio de los pocos sobre los muchos. En el corazón de esta misma estrategia se haya el recurso para refutarla filosóficamente y para contrarrestarla políticamente.

Muy probablemente, Foucault es el único de entre los filósofos radicales que iluminaron el panorama europeo de la segunda mitad del siglo XX que maduró un anarquismo filosófico y político, con una cierta «bajada al barro» de las luchas libertarias contra los manicomios, las cárceles, la opresión política, relanzando y sabiendo renovar, también terminológicamente, un arsenal teórico que se remontaba al siglo precedente, luego de una trayectoria de continuidad y discontinuidad que solo pudo ser bueno tanto al pensamiento como a la acción anarquista.


  1. Catherine Malabou (2023): ¡Al Ladrón! Anarquismo y filosofía. Argentina/España, La Cebra, Palinodia, Kaxilda. ↩︎
  2. Se trata de la conferencia Qu’est-ce que la Critique? [Hay versión en castellano: Foucault, Michel, ¿Qué es la crítica? Madrid, Siglo XXI]. Sobre ella me he detenido en u par de ocasiones: Vaccaro, Salvo, “Foucault: dall’etopoiesi all’etopolitica”, en Materiali foucaultiani, nn. 7-8, IV/2015; Vaccaro, Salvo, “De l’éthopoiesis à l’éthopolitique», en Irrera, O. y Vaccaro, S., La pensée politique de Foucault, editado por. O. Irrera y S. Vaccaro, Kimé, Paris, 2017, pp. 53-68. ↩︎
  3. Todas las citas foucaultianas sobre la anarqueología se tratan en Foucault, Michel, Curso del Collège de France (1979 1980), Madrid, Akal. ↩︎

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